viernes, 7 de enero de 2011

"EN EL CAFÉ" de Errico Malatesta

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Al repasar mis notas descubro, en un apartado sobre las lecturas de Anna y Mónica, las pocas discusiones, más filosóficas que políticas, más ideológicas que literarias, que tuvimos por entonces. Coincidíamos, claro, pero no en todo.
Recuerdo que Anna tenía unos folios en francés que leí con asombro. Por entonces y pese mi compromiso, yo era un imberbe ideológico, solo me movía una cosa, la misma que Mónica: la injusticia; pero ella, mucho más joven y aparentemente inocente, era más consecuente que yo; o quizá igual, pero con las ideas más claras.
Los folios eran parte de una pequeña obra de teatro, le llaman folleto: “Dans le café”.

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                                                           EN  EL  CAFÉ
                                                         De Errico Malatesta
                        Extraído de: http: //www.bibliotecaalbertoghiraldo.blogspot.com/

                                                     
                                                             CAPÍTULO Iº



Próspero. (Gordo burgués entendido en economía política y otras ciencias) – Cierto, lo sabemos. Hay gente que sufre hambre, mujeres que se prostituyen, niños que mueren por falta de cuidados. Dices siempre lo mismo... ¡te haces cansino! Déjanos saborear en paz nuestros helados... Sí, hay males en la sociedad: hambre, ignorancia, guerra, delito, peste, el diablo que te lleve... pero, en fin, ¿qué te importa a ti?

Miguel. (Estudiante que mantiene relación con socialistas y anarquistas) – ¡Cómo! ¿Y en último resultado? ¿Que qué es lo que me importa? Usted tiene una casa cómoda, una despensa bien provista, criados a sus órdenes. Usted mantiene los hijos en el colegio, envía su mujer a los baños; para usted todo va bien. Y porque usted está bien, que se hunda el mundo, nada le importa. Pero, si tuviese un poco de corazón, sí...

Próspero. – Basta, basta... no nos sermonees ahora. Y además, jovencito, termina con ese tono. Tú me crees insensible, indiferente a los males ajenos. Al contrario, mi corazón sangra: pero con el corazón no se resuelven los grandes problemas sociales. Las leyes de la naturaleza son inmutables, y no es con declamaciones ni con un afeminado sentimentalismo como pueden ser modificadas. El sabio se doblega ante los hechos y goza de la vida lo mejor que puede sin correr tras sueños insensatos.

Miguel. – Ah, ¿se trata de leyes naturales?... ¿Y si a los pobres se les metiera en la cabeza corregir esas famosas leyes de la naturaleza? Conozco gentes que pronuncian discursos verdaderamente poco tranquilizadores para esas señoras leyes.

Próspero. – Sí, sí, sabemos con quién andas. Di de mi parte a esa canalla de socialistas y anarquistas, con quien tanto te gusta estar, que para ellos y para los que incurran en la tentación de poner en práctica sus teorías malvadas, tenemos buenos soldados y óptimos carabineros.

Miguel. – Oh, si pone en medio a los soldados y a los carabineros, no hablo más. Es como si para demostrarme que estoy en un error me propusiera una partida de pugilato. Pero si no tiene más argumentos que la fuerza bruta, no se fíe de ella. Mañana ustedes podrían ser más débiles; ¿y entonces?

Próspero. – ¿Entonces? Entonces, si desgraciadamente sucediera eso, habría un gran desorden, una explosión de malas pasiones, estragos, saqueos... y luego se volvería a la vieja situación. Tal vez algún pobre se habría vuelto rico, pero en suma no se habría cambiado nada, porque el mundo no se puede cambiar. Tráeme, tráeme alguno de tus agitadores anarquistas y verás cómo te lo arreglo. Valen para llenaros la cabeza de patrañas a vosotros que la tenéis vacía; pero ya veremos si pueden sostenerla.

Miguel. – Muy bien, traeré algún amigo mío que profesa los principios socialistas y anarquistas y asistiré con placer y provecho a la discusión. Pero entretanto, razone un poco conmigo, que aún no tengo una opinión bien formada; pero, sin embargo, veo claramente que la sociedad tal como está organizada, es contraria al buen sentido y al corazón humano. Vamos, usted está tan gordo y florido que un poco de excitación no le hará mal. Le ayudará a su digestión.

Próspero. – Pues bien, sea, razonemos. Pero, ¡cuánto mejor sería que pensaras en estudiar, en lugar de lanzar juicios sobre cosas que preocupan a los hombres más doctos y más sabios!
¿Sabes que tengo veinte años más que tú?

Miguel. – Eso no demuestra que usted haya estudiado más; y si debo juzgarlo por lo que le oigo decir de ordinario, dudo que si estudió mucho lo haya hecho con provecho.

Próspero. – Jovencito, jovencito, un poco más de respeto, ¡eh!

Miguel. – Si, le respeto, pero no me eche en cara la edad como hace poco me oponía los carabineros. Las razones no son ni viejas ni jóvenes; son buenas o malas, eso es todo.

Próspero. – Bien, bien, adelante. ¿Qué tienes que decir?

Miguel. – Tengo que decir que no comprendo por qué los campesinos que aran, siembran y cosechan no tienen ni pan, ni vino, ni carne en suficiencia; por qué los albañiles que hacen las casas no tienen un techo bajo el cual reposar, por qué los zapateros tienen los zapatos rotos; por qué, en suma, los que trabajan, los que producen todo carecen de lo necesario, mientras los que no hacen nada útil nadan en lo superfluo. No puedo comprender por qué hay gente que carece de pan, cuando hay tierras incultas y tantas gentes que serían felices si pudieran cultivarlas; por qué hay tantos albañiles desocupados cuando tantas personas tienen necesidad de casas; por qué no tienen trabajo tantos zapateros, sastres, etc., mientras la mayoría de la población carece de zapatos, de vestidos y de todas las cosas necesarias a la vida civil ¿Podrá decirme cuál es la ley natural que explica y justifica estos absurdos?

Próspero. – Nada más simple y claro.
Para producir no bastan los brazos, sino que se necesita tierra, materiales, instrumentos, locales, máquinas y se necesitan también los medios para vivir en espera de que se haga el producto y se pueda llevarlo al mercado; se necesita, en suma, capital. Tus campesinos, tus obreros no tienen más que brazos; por consiguiente no pueden trabajar si no agrada a quien posee la tierra y el capital. Y como nosotros somos poco numerosos y tenemos suficiente, aun dejando por un tiempo inculta la tierra e inactivos los capitales, mientras los obreros son muchos y están apremiados, siempre por la necesidad inmediata, ocurre que éstos deben trabajar cuándo y cómo nos plazca a nosotros y en las condiciones que queramos. Y cuando no tenemos necesidad de su trabajo y calculamos que no ganamos nada haciéndoles trabajar, son obligados a permanecer inactivos, aun cuando tengan la mayor necesidad de las cosas que podrían producir.
¿Estás contento ahora? ¿Quieres que te hable más claramente aún?

Miguel. – Sí, eso es lo que se llama hablar claro, no hay nada que decir.
Pero, ¿con qué derecho pertenece la tierra a algunos? ¿Cómo es que el capital se encuentra en pocas manos, y precisamente en manos de los que no trabajan?

Próspero. – Sí, sí, sé todo lo que puedas decirme y sé también las razones más o menos deficientes que otros te opondrían: el derecho de propiedad se deriva de las mejoras hechas en la tierra, del ahorro mediante el cual el trabajador se convierte en capitalista, etc. Pero a mí me gusta ser franco.
Las cosas, así como están, son el resultado de hechos históricos, el producto de toda la secular historia humana. Toda la vida de la humanidad ha sido y será siempre una continua lucha. Hay quienes salieron bien en ella y quienes salieron mal. ¿Qué puedo hacer? Tanto peor para unos y tanto mejor para los otros. ¡Ay de los vencidos! He ahí la gran ley de la naturaleza contra la cual no hay rebeldía posible.
¿Qué querrías tú? ¿Que me despojase de lo que tengo para pudrirme luego en la miseria mientras otro gozase de mi dinero?

Miguel. – No quiero precisamente eso. Pero pienso: ¿si los trabajadores, aprovechándose de que son muchos y apoyándose en su teoría de que la vida es lucha y de que el derecho se deriva de los hechos, se metiesen en la cabeza la idea de hacer un nuevo “hecho histórico”, el de quitarles a ustedes la tierra y el capital e inaugurar un derecho nuevo?

Próspero. – ¡Eh! Es verdad, eso podría embrollar un poco nuestros negocios.
Pero... continuaremos otra vez. Ahora tengo que ir al teatro.


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3 comentarios:

  1. A la medida del tiempo que dispongo, corrijo la traducción a mi modo.
    El exceso de literalidad no suele ser bueno. Las palabras y su orden tienen distintos significados según el idioma, por muy romance que sea.

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  2. Un lenguaje barroco propio de la época, pero... todo sigue igual. Próspero estaría asombrado de la pasta que podría haber hecho vendiendo zapatos baratos a los pobres... o dándoles hipotecas que no podrían pagar y colocándoselas a incautos aspirantes a Prósperos.

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  3. Pues si supieras lo que he llegado a hacer para ponerlo al día, no lo creerías.

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