viernes, 25 de febrero de 2011

DE REVUELTA

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"En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario" (G. Orwell)


Primero: el descalabro del sistema financiero provocado por la especulación, la irresponsabilidad y el latrocinio institucionalizado, su descapitalización a favor de los especuladores, sus asesores y accionistas.

Segundo: el rescate. Más de un billón y medio de euros, de los billones europeos, no de los norteamericanos, desaparecido por ensalmo, entre inyecciones, planes de estímulo y ayudas en forma de créditos al 1%, para devolvérselos a precio de mercado.

Tercero: pagar la factura. Los mismos que han provocado el descalabro y que especulan con la deuda claman al cielo. Tenemos demasiados derechos sociales, dicen; demasiado seguro de paro, demasiado gasto médico, demasiados servicios públicos… y demasiados impuestos para su casta. Hay que recortar para pagar la deuda provocada por un Estado demasiado complaciente con el nuevo obrero: la clase media.

Cuarto: desmantelar el sistema financiero sin ánimo de lucro, las cajas deben ser regaladas a la banca para su rapiña. Es la última competencia y debe desaparecer como ente social.

Quinto: la disminución de salarios y de derechos del trabajo. Hay que competir con el tercer mundo, que carece de derechos, de sindicatos y de salarios dignos.


El resultado: la vuelta al racismo, al desprecio del débil y el olvido de la solidaridad. Los emigrantes deberán volver a sus países de origen, para evitar que sigan disfrutando los pocos servicios sociales que quedan. Ya no son bienvenidos, nos roban nuestros puestos de trabajo. El final del pacto social, la derecha feudal avanza gracias al chantaje y a que los sindicatos están dirigidos por sus mercenarios. Vuelve el trabajo a destajo y el final de los convenios colectivos.


La consecuencia: ya no sirve una democracia putrefacta, en la que el latrocinio de unos se ha convertido en legal; en que la justicia defiende el atraco, premia el delito y castiga la honradez; en que los electos se mofan de los electores, blindan sus pensiones y salarios, se chulean públicamente y esconden sus fortunas en los paraísos fiscales que se niegan a desmantelar.


La solución: la revuelta absoluta, la colectivización de los recursos, del trabajo y de los medios para desarrollarlo; y la persecución del atracador y de su camarilla, y la incautación de todos sus bienes.


La manera: ¿hace falta explicarlo?

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lunes, 21 de febrero de 2011

DE RACISMO

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Tu coche es alemán, el vodka que bebes es ruso, el kebab que comes es turco y la pizza italiana. Tu democracia es griega, el café que tomas es brasileño y las películas que ves son estadounidenses. El té es tamil, tu camiseta es de la India, la gasolina de tu coche es de Arabia Saudita y tus equipos electrónicos son chinos, los números con que cuentas son árabes y las letras con que escribes latinas. ¿Y te quejas de que tu vecino es inmigrante? Contrólate.

Compártelo si no eres racista.

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lunes, 14 de febrero de 2011

LOS GOYA

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“Agustí Villaronga es un cineasta periférico. Si estuviera muerto o hubiera nacido en Centroeuropa, lo meterían en las cubetas de DVD con la etiqueta "de culto". Como es catalán, aquí se decía que era "raro".
Su circuito natural era el de las salas pequeñas de cines de versión original y los festivales más prestigiosos, pero también periféricos. Antes de los Goya, por ejemplo, venía de recibir un homenaje y retrospectiva en el muy prestigioso (pero también marginal) Festival de cine de Rotterdam (por cierto, allí triunfó Finisterrae, otro filme catalán).”
  ADN (Cultura & Ocio)

Lo del “&” será porque no saben poner una “Y”. Y es que los medios van sobrados de cultura, tanto que hasta se permiten fantasías enciclopédicas. Y luego se extrañan que los blogs tengan tanto éxito.

Ahora hablan del Loby catalán para poder razonar el por qué los favoritos no han ganado. Así les va en taquilla.
Hasta la fascista y retrógrada ha dicho que a ella le hubiese gustado que Álex se llevara más premios. Será que tampoco entiende que en la periferia cultural y de lengua diferente, se haga cine tan bueno o mejor que en su casa.

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domingo, 13 de febrero de 2011

EN EL CAFÉ - 5

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                                                           CAPÍTULO V



Jorge. – Por lo que recuerdo, señor magistrado, habíamos dejado la conversación en el derecho de propiedad.


Ambrosio. – Efectivamente. Y siento verdadera curiosidad por oírle defender en nombre de la justicia y del derecho, sus propósitos de expoliación y de rapiña.
Una sociedad en que nadie estuviera seguro de lo suyo, no sería una sociedad, sino una horda de lobos dispuestos siempre a devorarse entre sí.


Jorge. – ¿Y no le parece que es eso lo que ocurre en la actualidad?
Usted nos acusa de querer la expoliación y la rapiña; pero, al contrario, ¿no son los propietarios los que expolian continuamente a los trabajadores y les arrebatan el fruto de su trabajo?


Ambrosio. – Los propietarios emplean sus bienes como mejor les parece y tienen el derecho de hacerlo, del mismo modo que los trabajadores disponen libremente de sus brazos. Patrones y obreros contratan libremente el precio de la obra, y cuando el contrato no es violado, ninguno tiene derecho a quejarse.
La caridad podrá aliviar los dolores demasiado agudos, los sufrimientos inmerecidos, pero el derecho debe permanecer intangible.


Jorge. – ¡Pero qué dice usted de contrato libre! Si el obrero no trabaja, no come, y su libertad se parece a la del viajero asaltado por los atracadores, que da la bolsa para que no le quiten la vida.


Ambrosio. – Admitámoslo; pero no por eso puede negar el derecho a cada cual de disponer de lo suyo como le plazca.


Jorge. – ¡Lo suyo, lo suyo! Pero, ¿cómo y por qué puede decir el propietario agrícola que la tierra y los productos son suyos y cómo puede llamar bienes suyos el capitalista a los instrumentos de trabajo y a los demás capitales creados por la actividad humana?


Ambrosio. – La ley les reconoce el derecho.


Jorge. – ¡Ah! Si solo se trata de eso, entonces el atracador también podría tener el derecho a asesinar y a robar; solo tendría que formular algunos artículos de la ley que le reconociese ese derecho. Y, por lo demás, eso es precisamente lo que han hecho las clases dominantes: han hecho la ley para consagrar las usurpaciones ya perpetradas, o como medio para las nuevas.
Si todos sus “supremos principios” están fundados en los códigos, bastará que mañana una ley decrete la abolición de la propiedad privada, y lo que usted llama rapiña y expoliación se convertirá repentinamente en un “principio supremo”.


Ambrosio. – Eso no es posible, la ley ha ser justa y debe conformarse con los principios del derecho y de la moral, y no del resultado de un capricho desenfrenado, de otro modo…


Jorge. – Por lo tanto no es la ley la que crea el derecho, sino el derecho el que justifica la ley. Entonces, ¿cuál es el derecho según el que toda la riqueza existente, tanto la natural como la creada por el trabajo del hombre, pertenece a pocos individuos y les da derecho de vida y de muerte sobre el resto?


Ambrosio. – Es el derecho que tiene, que debe tener todo hombre a disponer libremente del producto de su actividad. Es un sentimiento natural del hombre, sin el cual no habría sido posible civilización alguna.



Jorge. – Bien, he aquí cómo se convierte en defensor de los derechos del trabajo. Excelente, pero dígame, ¿cómo es que aquéllos que trabajan son los que no tienen nada, mientras que la propiedad pertenece precisamente a los que no trabajan?
¿No le parece que lo lógico sería tratar a los actuales propietarios como usurpadores, y que, en justicia, sería necesario expropiarlos para devolver las riquezas a sus legítimos propietarios, los trabajadores?


Ambrosio. – Si hay propietarios que no trabajan, es porque han trabajado antes, ellos o sus antepasados, y tuvieron la virtud de ahorrar y el ingenio de hacer fructificar sus ahorros.


Jorge. – Claro… imagine usted un trabajador, que en general apenas gana para alimentarse, ahorrando y amontonando riquezas.
Usted sabe perfectamente que el origen de la propiedad está en la violencia, en la rapiña, el robo legal o ilegal. Pero admitamos que exista quien haya conseguido ahorrar dinero sobre el producto de su trabajo, de su propio trabajo personal; si lo quiere disfrutar más tarde, cuándo y cómo le parezca, no hay nada que objetar. Pero la cosa cambia completamente de aspecto cuando comienza lo que usted llama: hacer fructificar los ahorros. Eso significa hacer trabajar a los demás y robarles una parte de su trabajo; significa acaparar mercaderías y venderlas más caras de lo que cuestan; significa crear artificialmente la carestía para especular sobre ella, significa quitar a los otros los medios para vivir trabajando libremente, a fin de obligarles a trabajar por poco salario. Y otras tantas cosas parecidas que ya nada tienen que ver con el sentimiento de justicia y que demuestran que la propiedad, cuando no deriva de la rapiña franca y abierta, lo hace del trabajo de los demás.
¿Le parece a usted justo que un hombre que, concedámoslo, con su trabajo y con su ingenio ha reunido un poco de capital, pueda después robar a los demás el producto de su trabajo y, además, entregar a todos sus descendientes el derecho a vivir ociosos a costa de los trabajadores?
¿Le parece justo que, porque haya habido unos pocos hombres trabajadores y ahorradores, que han acumulado capital, el resto de la humanidad deba ser condenada a la perpetua miseria y al embrutecimiento?
Por otro lado, aunque uno haya conseguido, sólo a través de su esfuerzo, disponer de multitud de recursos no podría por eso ser autorizado a causar mal a los demás, para quitarles los medios de vida. Si alguien hiciera un camino a lo largo del litoral, no podría reivindicar por eso el derecho a impedir a los otros el acceso al mar. Si alguien pudiese cultivar por sí solo toda una provincia, no podría por eso condenar al hambre a todos los sus habitantes. Si uno hubiese creado nuevos y poderosos medios de producción, no tendría derecho a usar su invención para someter al resto de los hombres y, menos aún, el de asociar a todos sus descendientes el derecho a dominar y explotar las generaciones futuras.
Aparte de eso, ¿cómo puede suponer, aunque sólo sea un instante, que los actuales propietarios son trabajadores o descendientes de trabajadores? ¿Quiere usted que le explique el origen de la riqueza de todos los señores de nuestro país, tanto de los nobles de vieja estirpe como de los nuevos administradores?


Ambrosio. – No, no, por favor, dejemos a un lado las cuestiones personales. Si hay riquezas mal adquiridas, no es esa una razón para negar el derecho de propiedad. Lo pasado, pasado está y de nada sirve buscar su origen de siglos pasados.


Jorge. – No los removamos, si así lo desea. Para mí la cosa no tiene importancia. La propiedad individual debe ser abolida, no sólo porque puede haber sido más o menos mal adquirida, sino porque da el derecho y los medios de explotar el trabajo ajeno y siempre termina por poner la mayoría de los hombres bajo el albedrío de unos pocos.
Pero, a propósito, ¿cómo puede justificar usted la propiedad individual de la tierra con su teoría del ahorro, cuando no puede decirse que ha sido producida por el trabajo de los propietarios o de sus antepasados?


Ambrosio. – He aquí la cuestión. La tierra inculta, estéril, no tiene valor. El hombre la ocupa, la abona, la hace fructífera y, naturalmente, tiene derecho a los frutos que sin su trabajo no habría producido.


Jorge. – Perfectamente: ese es el derecho de los trabajadores a los frutos de su trabajo; pero ese derecho cesa apenas se termina de cultivar la tierra. ¿No le parece?
Ahora bien: ¿cómo es que los propietarios actuales poseen territorios, a menudo inmensos, que no trabajan para ellos mismos, que no han trabajado nunca y que, a menudo, ni siquiera dejan trabajar a otros? ¿Cómo es que unos pocos poseen tierras que jamás fueron cultivadas? ¿Qué tipo de trabajo puede haber dado origen, en este caso, al derecho de propiedad?
La verdad es que la tierra y todavía más el origen de la propiedad es la violencia. Y usted no logrará justificarla si no es aceptando el principio de que el derecho es la fuerza, en cuyo caso... ¡ay de ustedes si un día son los más débiles!


Ambrosio. – En todo caso, usted olvida la utilidad social, las necesidades inherentes al consorcio civil. Sin el derecho de la propiedad no habría seguridad ni trabajo ordenado; y la sociedad se disolvería en el caos.


Jorge. – ¡Cómo! ¿Ahora me habla de utilidad social? ¡Pero si en nuestra primera conversación hablé de los males que la propiedad produce, y usted me recordó la cuestión del derecho abstracto!
Pero basta por esta noche. Discúlpeme, debo marchar. Volveremos a hablar.

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viernes, 4 de febrero de 2011

EN EL CAFÉ - 4

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                                                       CAPÍTULO IV



César. – Me gusta razonar con usted. Tiene una manera de presentar las cosas que parece tener razón... y no digo que se equivoque en todo.
En el actual orden social hay ciertamente absurdos reales o aparentes. Por ejemplo, una cosa imposible de entender es la aduana. Mientras que la gente muere de hambre o de pelagra por no tener pan bueno y abundante, el gobierno dificulta la recepción del grano de América, que tiene más del que necesita y desea vendérnoslo. Es como uno que, teniendo hambre, rehusara comer. Sin embargo...

Jorge. – Sí, pero el gobierno no tiene hambre; y tampoco la tienen los propietarios del grano de Italia, en interés de los cuales, el gobierno decreta derechos de entrada sobre el trigo. Si decidiesen los que tienen hambre, nadie rehusaría la importación del grano.

César. – Lo sé, y comprendo que con esos argumentos logre usted abrirse camino entre el pueblo, que ve las cosas en conjunto y por un solo lado. Pero, a fin de no engañarse, es necesario examinar todos los aspectos de la cuestión y yo me preparaba a hacerlo cuando me interrumpió.
Es verdad que el interés de los propietarios influye mucho en la imposición de las tarifas de entrada. Pero, por otra parte, si las fronteras fuesen abiertas, los americanos que pueden producir grano y carne en mejores condiciones que nosotros, acabarían por abastecer completamente nuestro mercado; y entonces, ¿qué harían nuestros campesinos? Los propietarios se arruinarían, pero los trabajadores aún estarían peor. El pan podría venderse a cinco céntimos el kilo, pero si no hubiera manera de ganar esos cinco céntimos, la gente moriría de hambre igual que antes. Por otro lado, los americanos, más o menos barata, querrían cobrar su mercancía; y si en Italia no se produjese, ¿con qué se pagaría?
Me dirá que en Italia se podrían cultivar productos más adecuados para su suelo y su clima y cambiarlos con los de otras países: el vino, por ejemplo, las naranjas, las flores… Pero, ¿y si esas cosas que nosotros podemos producir a buen precio, no las quieren los demás porque no las utilizan o las hacen ellos mismos? Sin contar que, para transformar el cultivo se necesita capital, conocimientos y, sobre todo, tiempo, ¿entretanto qué comemos?

Jorge. – ¡Perfecto! Ha puesto usted el dedo en la llaga. El libre cambio no puede resolver la miseria, como no puede resolverla el proteccionismo. El libre cambio favorece a los consumidores y perjudica a los productores, y, viceversa, el proteccionismo favorece a los productores y perjudica a los consumidores, de modo que para los trabajadores, que son al mismo tiempo productores y consumidores, es lo mismo y siempre lo será hasta que sea abolido el sistema capitalista.
Si los obreros trabajasen por su cuenta y no para beneficio de los patrones, toda región podría producir lo suficiente para sus necesidades y después no tendría más que ponerse de acuerdo con los otros países para distribuir el trabajo de producción según la calidad del suelo, el clima, la facilidad para tener materias primas, las costumbres de los habitantes, etc.; de manera que todos los hombres podrían tener el máximo de disfrute con el mínimo de esfuerzo.

César. – Sí, pero eso no es más que una utopía.

Jorge. – Lo será ahora, pero cuando el pueblo haya comprendido que así se puede vivir mejor, se transformará en realidad. No hay más obstáculo que el egoísmo de los unos y la ignorancia de los otros.

César. – Hay muchos obstáculos, amigo mío. Usted cree que una vez expulsados los patrones, se nadaría en la opulencia…

Jorge. – No digo eso. Al contrario, pienso que para salir del estado de penuria en que nos mantiene el capitalismo, y para organizar la producción de modo que satisfaga ampliamente las necesidades de todos, será preciso trabajar mucho; pero no es la voluntad de trabajar la que falta al pueblo, es la posibilidad. Nosotros nos lamentamos del sistema actual, no tanto porque nos toca mantener a los ociosos en el confort, aunque eso no nos plazca, como porque son los ociosos los que regulan el trabajo y nos impiden trabajar en buenas condiciones y producir lo suficiente para todos.

César. – Usted exagera. Es verdad que a menudo los propietarios no hacen trabajar para así especular sobre la escasez de los productos, pero aún lo es más porque carecen de capitales.
La tierra y las materias primas no bastan para producir. Necesitamos, usted lo sabe, instrumentos, máquinas, locales, medios para pagar a los obreros mientras trabajan, es decir: capital; y eso solo se consigue con el tiempo. ¡Cuántas empresas no pasan de ser un proyecto y fracasan, por falta de capitales! Figúrese si además y como usted desea, viniera una revolución. Con la destrucción del capital y el gran desorden que se generaría, solo conseguiría más miseria.

Jorge. – Ese es otro error u otra mentira de los defensores del orden presente: la falta de capital. El capital puede faltar a cualquier empresa a causa del acaparamiento hecho por otros, si lo suma, encontrará que hay gran cantidad de capital inactivo, lo mismo que hay gran cantidad de tierras incultas.
¿No ve cuántas máquinas se herrumbran, cuántas fábricas permanecen cerradas, cuántas casas están despobladas o poco habitadas, mientras la mayoría no encuentra casa y los albañiles no encuentran trabajo?
Se necesita alimento para los obreros mientras trabajan; pero también deben comer aunque estén desocupados. Comen poco y mal, pero quedan con vida y dispuestos a trabajar, en cuanto un patrón tiene necesidad de ellos. Por lo tanto, no es porque faltan los medios para vivir, por lo que los obreros no trabajan. Si pudiesen trabajar por su cuenta, aceptarían también -si fuese verdaderamente necesario- el trabajo viviendo como viven estando desocupados, porque sabrían que con aquel sacrificio temporal saldrían definitivamente del estado de miseria y de opresión.
Figúrese, las veces que un terremoto destruye una ciudad, arruina una comarca entera. Y en poco tiempo la primera se reconstruye más bella que antes y en la segunda no queda ni rastro del desastre. Curioso que entonces los propietarios y los capitalistas encuentren los medios para reconstruirlo todo en un abrir y cerrar de ojos, en el mismo lugar donde no había dinero para construir una casa para los obreros.
En cuanto a la posible ruina que provocaría la revolución, es de esperar que el pueblo no quiera destruir lo que pasaría a ser de su propiedad. De cualquier modo tampoco sería peor que lo acontecido por un terremoto.
En principio no deberían existir impedimentos para conseguir el objetivo, excepto dos, que sin superarlos sería imposible continuar: la inconsciencia del pueblo y los carabineros; pero


Ambrosio. – Usted habla de capitales, de trabajo, de producción, de consumo, etc., sin embargo, de derecho, de justicia, de moral y de religión nunca dice nada.
Buscar la mejor manera de utilizar la tierra y el capital es muy importante; pero
Aún lo son más las cuestiones morales. El ideal es que todo el mundo viva bien; pero si para alcanzar esa utopía hubiera de renegar de los principios del derecho, sobre los cuales debe fundamentarse toda sociedad civil; entonces prefiero mil veces mantener la actual injusticia. Y además, piense que debe haber una voluntad suprema que lo regule todo.
El mundo no se ha hecho por sí mismo y debe haber un más allá, no digo Dios, paraíso, infierno, porque usted es incapaz de creer en eso, pero debe haber algo que explique todo y en el cual las aparentes injusticias de aquí abajo encuentren su compensación. ¿Cree usted que puede violar la armonía del universo? Nadie puede y no tenemos más remedio que aceptar lo establecido.
Termine de una vez por todas, de sobornar las masas, de suscitar quiméricas esperanzas en el alma de los desheredados, de aventar las brasas. ¿Es que quiere destruir la civilización heredada de nuestros ascendientes, mediante una revolución social?
Si quiere hacer buena obra, si quiere aliviar en lo posible el sufrimiento de los míseros, dígales que se resignen con su propia suerte; pues la verdadera felicidad está en contentarse. Por otra parte, cada cual debe llevar su cruz; todas las clases sociales tienen sus tribulaciones y sus obligaciones, y no siempre los más felices son los que viven en la opulencia.


Jorge. – Vamos, honorable magistrado, deje a un lado las declamaciones sobre los “grandes principios” y las indignaciones convencionales; no estamos en el tribunal y en este momento no tiene que pronunciar sentencia alguna contra mí.
¡Como se adivina, al oírle hablar, que usted no está entre los desheredados! Y es tan útil la resignación de los míseros para quienes viven a su costa.
Ante todo, déjese, le ruego, de argumentos trascendentales y religiosos, en los cuales ni usted mismo cree. De los misterios del universo no sé nada y usted no sabe más que yo; por eso es inútil traerlos a discusión. Por otra parte, considere que la creencia en un dios creador y padre de los hombres no sería una buena arma para usted. Si los sacerdotes, que siempre han estado y están al servicio de los señores, deslegitiman el deber de los pobres de resignarse a su suerte, otros podrían legitimar (y en el curso de la historia hay quien lo ha hecho) el derecho a la justicia y a la igualdad. Si Dios es nuestro padre común, todos nosotros somos hermanos. Y Dios no puede querer que algunos de sus hijos exploten y martiricen a los otros; y los ricos, los dominadores, serían los Caínes malditos por el padre. Pero dejemos eso.


Ambrosio. – Bien, dejemos la religión, porque con usted sería inútil hablar de ella.
Pero supongo que admite la existencia de un derecho y una moral por encima de todo.


Jorge. – Escuche, si fuese verdad que el derecho, la justicia, la moral, exigieran y consagraran la opresión y la infelicidad, aunque fuera de un solo ser humano, le diría de inmediato que derecho, justicia, moral, no son más que mentira, arma infames forjadas para la defensa de los privilegiados; y tales han sido cuando se entienden como usted las entiende.
El derecho, la justicia y la moral deben procurar el máximo bienestar de todos, de otro modo son sinónimos de prepotencia y de injusticia. Y es tan cierto que este concepto responde a la necesidad de la existencia y del desarrollo de la sociedad, que se ha formado y persiste en la conciencia humana y va adquiriendo cada vez más fuerza, a pesar de todos los esfuerzos en contra, de aquéllos que hasta ahora gobernaron el mundo.
Usted mismo no puede defender, mas que con pobres sofismas, las presentes instituciones con los principios de la moral y de la justicia como usted los entiende cuando habla abstractamente.


Ambrosio. – Ciertamente, usted muy presuntuoso. No le basta negar, como me parece que hace, el derecho de la propiedad; sino que también pretende que nosotros somos incapaces de defenderlo con nuestros propios principios.


Jorge. – Justamente. Y si quiere se lo demostraré la próxima vez.

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