viernes, 3 de marzo de 2017

ECONOMÍA DE LIBRE MERCADO

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Es curioso de ver cómo se confunde el actual y mal llamado liberalismo con la economía de libre mercado.
El liberalismo, al que no podemos dar la espalda tan fácilmente, trata a todo el mundo por igual y sin ningún escrúpulo. Para el liberalismo solo cuenta el nivel de productividad del individuo, esté asociado en grupos o en solitario. El Estado liberal debe evitar cualquier trato de favor hacia un individuo o colectivo. El Estado solo tiene que velar para que la ley sea igual para todos sin excepción, para evitar que se crean lobbies o pactos entre gremios, para subir o bajar artificialmente los precios; es decir lo contrario al actual sistema mal llamado liberal, cuando está diseñado para favorecer a individuos de gran influencia económica o grandes sociedades, por encima del resto, como la banca, los grandes grupos financieros, comerciales o industriales.
En un sistema auténticamente liberal, la gran superficie no podría competir con el pequeño o mediano comerciante. Los gobiernos locales no podrían recalificar terrenos a su medida, construir entradas y salidas en las carreteras o cinturones para su satisfacción, tampoco crear espacios de recreo, o servicios públicos a la medida, a cambio de nada, puesto que la gran superficie consigue importantes exenciones de impuestos. El liberalismo tampoco entiende de artimañas contables o ingeniería financiera. Un sistema liberal es imparcial y transparente por naturaleza, de modo que tanto el pequeño industrial como la gran multinacional podrían acceder a las mismas subvenciones y facilidades financieras o de crédito.
En un sistema genuínamente liberal, el grande tendría que competir en igualdad de condiciones que el pequeño. En pocas palabras, tendría que pagar los impuestos en su proporción exacta, lo que equivaldría a un mejor reparto y a una importante disminución del montante que paga el pequeño.

La economía de libre mercado no es otra cosa que un sistema de relación entre las personas y los grupos sociales. Adam Smith habló de ella como la mano invisible que dirige de manera extremadamente eficiente todo un gigantesco sistema económico, al convertirse en millones los pequeños y grandes intercambios entre personas o grupos de personas.
La economía de libre mercado regula los precios por si sola, siendo la sociedad, sin necesidad de ningún factor externo, quien disponga de más o de menos cantidad de productores para un bien determinado, dependiendo la necesidad creada por la demanda.
Con un sistema de libre mercado el paro, excepto el estructural, es imposible o muy escaso. No es necesario crear empresas o leyes que garantizen el trabajo, porque el mismo sistema se cuida de crearlo sin cesar.

El Estado es el agente que debe velar para que todo el mecanismo funcione, creando o gestionando aquel modelo de empresa que, por sus características y según el pacto social, sean consideradas de necesidad pública. Por ejemplo la educación, la sanidad, el transporte público o los servicios más básicos, necesarios para la supervivencia de la misma sociedad y para garantizar que todos sus miembros dispongan del mínimo para ejercer su propia soberanía. Para conseguir los fondos necesarios, el Estado solo necesita crear un pequeño impuesto para cada una de esas millones de pequeñas transacciones, o sobre la plusvalía generada por ellas. No necesita más, ya que en un sistema justo, sin posibilidad de crear grandes grupos de presión o pactos para alterar el valor de las mercancías, el Estado ya no tiene la necesidad de gravar de manera excesivamente progresiva según la fortuna de cada uno, porque las grandes desigualdades no existirían. El Estado, en este caso solo tendría que gravar de manera especial las herencias, para que la sociedad pudiera recuperar parte de sus plusvalías y así facilitar la igualdad de oportunidades entre las nuevas generaciones.

Es un error creer que no se valora lo barato o lo que en principio parece no costar nada. La sanidad, la educación y lo que deberíamos llamar servicios públicos básicos, tienen un precio que todos deben conocer y participar de él, y ayudar para facilitar su administración. Nada es gratis, todo tiene un coste, que puede haber sido pagado por nuestros impuestos o por la plusvalía de otras empresas o servicios.
En una economía de mercado socialmente perfecta, usted podría tener un contador en su casa, que se dispararía al sobrepasar el consumo mínimo, tanto de agua, de electricidad, de gas o de servicios telemáticos. Y usted recibiría mensualmente un bono de viajes unipersonal, que podría utilizar a su libre albedrío. Y podría disfrutar de la plena libertad para informarse y aprender a través de las investigaciones más recientes. Y todo esto, sorprendentemente, gracias a la economía de libre mercado, con un sistema impositivo justo y eficiente, y un buen reglamento de relaciones sociales.

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