domingo, 23 de enero de 2011

EN EL CAFÉ - 3

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                                                           CAPÍTULO III



César. – Así, pues, ¿nos explicará esta noche cómo se puede vivir sin gobierno?

Jorge. – Haré lo que pueda. Pero ante todo examinemos un poco en qué estado se encuentra la sociedad actual y si es verdaderamente necesario cambiar su constitución.
Observando la sociedad en que vivimos, los primeros fenómenos que llaman la atención del observador son la miseria que aflige a las masas, la incertidumbre del mañana que pesa más o menos sobre todos, la lucha encarnizada que llevan a cabo todos contra todos por la conquista del pan.

Ambrosio. – Señor mío, usted puede continuar un buen rato describiendo los males sociales; de materia no falta. Pero eso no sirve para nada y no demuestra que se estaría mejor poniendo las cosas al revés. No es sólo la miseria la que aflige a la humanidad; existen también pestes, terremotos, cólera... y sería curioso que usted quisiera hacer la revolución contra esos flagelos.
El mal está en la naturaleza de las cosas...

Jorge. – Pero quiero precisamente demostrarle que la miseria depende del modo actual de organización social y que en una sociedad más equitativa y más razonablemente organizada debe desaparecer.
Cuando no se conocen las causas de un mal y no se sabe cómo remediarlo, paciencia; pero en cuanto se descubre el remedio está en el interés y el deber de todos el aplicarlo.

Ambrosio. – Ahí está su error; la miseria depende de causas superiores a la voluntad y a las leyes humanas. La miseria depende de la naturaleza avara que produce insuficiente para la necesidad de los hombres.
Vea los animales, donde no hay que acusar al capital de infame ni al gobierno de tiránico; no hacen más que luchar por el alimento y a menudo mueren de hambre.
Cuando no hay, no hay. La verdad es que somos demasiados en el mundo. Si la gente supiese contenerse y no hiciera hijos mas que cuando pudiese mantenerlos... ¿Ha leído a Malthus?

Jorge. – Sí, un poco; pero si no lo hubiese leído sería lo mismo. Lo que yo sé, sin tener necesidad de leerlo en parte alguna, es que se necesita una buena cara dura, perdóneme, para sostener esas cosas.
La miseria depende de la naturaleza avara, dice usted, y sin embargo, sabe que hay muchas tierras incultas.

Ambrosio. – Pero si hay tierras incultas, no significa que sean cultivables, que puedan producir lo suficiente para pagar los gastos.

Jorge. – ¿Lo cree usted?
Pruebe un poco y regáleselas a los campesinos y verá qué jardines harán de ellas. Por lo demás, ¿es que razona usted en serio? Muchas tierras han sido cultivadas en otros tiempos, cuando el arte agrícola estaba en sus primicias y la química y la mecánica aplicada a la agricultura no existían apenas. ¿No sabe que hoy se pueden transformar en tierras fértiles incluso los pedregales? ¿No sabe que los agrónomos, aun los menos entusiastas, han calculado que un territorio como Italia, si fuera cultivado racionalmente, podría mantener en la abundancia una población de cien millones?
La verdadera razón por la cual las tierras fueron dejadas incultas, y no se saca de las cultivadas más que una pequeña parte de lo que podrían dar, si se adoptasen métodos de cultivo menos primitivos, está en que los propietarios no tienen interés en aumentar la producción. No se preocupan del bienestar del pueblo: producen para vender, saben que cuando tienen mucho los precios bajan y el provecho disminuye y puede acabar siendo, al fin de cuentas, menor de lo que obtienen, cuando los productos escasean y pueden ser vendidos al precio que pretenden.
Esto no ocurre sólo en lo que se refiere a los productos agrícolas. En todas las ramas de la actividad humana pasa lo mismo. Por ejemplo: en todas las ciudades los pobres son constreñidos a vivir en tugurios infectos, amontonados sin preocupación alguna por la higiene y la moral, en condiciones en que es imposible mantenerse limpios y vivir decentemente. ¿Por qué ocurre eso? ¿Tal vez porque faltan las casas? ¿Pero por qué no se construyen casas sanas, cómodas y hermosas en cantidad suficiente para todos?
Las piedras, la tierra para hacer ladrillos, la cal, el hierro, la madera, todos los materiales de construcción abundan; abundan los albañiles, los carpinteros, los arquitectos sin trabajo que solo desean trabajar. ¿Por qué se dejan inactivas tantas fuerzas, que podrían ser empleadas para beneficio de todos?
La razón es simple, y es que si hubiera muchas casas los alquileres disminuirían. Los propietarios de las casas hechas, que son los mismos que tendrían medios para hacer otras, no tienen ninguna voluntad de ver disminuir sus rentas por el bienestar de la gente.

César. – Hay verdad en lo que usted dice; pero se engaña al explicar los hechos dolorosos que afligen a nuestro país.
La causa de las tierras mal cultivadas o incultas, de la paralización de los negocios, de la miseria general, es que nuestra burguesía no es emprendedora. Los capitalistas son miedosos e ignorantes y no quieren o no saben desarrollar las industrias, los propietarios de tierras no saben hacer más que lo que hicieron sus abuelos y, por otra parte, no quieren molestias, los comerciantes no saben abrirse a nuevos mercados, y el gobierno, con su fiscalismo y su estúpida política aduanera, en lugar de estimular la iniciativa privada, la obstaculiza y la sofoca en su cuna. Fíjese en Francia, Inglaterra, Alemania.

Jorge. – Que nuestra burguesía sea negligente e ignorante, no lo pongo en duda, pero su inferioridad explica sólo por qué es derrotada por la burguesía de los otros países, en la lucha por la conquista del mercado mundial; no explica en modo alguno el por qué de la miseria del pueblo. Y la prueba vidente es que la miseria, la falta de trabajo y todo el resto de los males sociales existen en los países donde la burguesía es más activa e inteligente que en Italia: incluso los males son generalmente más intensos en los países donde la industria está más desarrollada, salvo que los obreros hayan sabido conquistar mejores condiciones de vida con la organización, la resistencia o las sublevaciones.
El capitalismo es el mismo en todas partes. Tiene necesidad, para vivir y prosperar, de una condición permanente de semi-carestía; tiene necesidad de ella para mantener los precios y para encontrar siempre hambrientos dispuestos a trabajar en cualquier condición.
Usted ve, en efecto, que cuando en un país cualquiera la producción es impulsada, no es para dar a los productores el medio de consumir más, sino siempre para vender en un mercado exterior. Si el consumo local aumenta es sólo cuando los obreros han sabido aprovechar las circunstancias para exigir un aumento de salario y han conquistado así la posibilidad de comprar más; pero luego, cuando por una razón o por otra el mercado exterior para el que se trabaja no compra más, viene la crisis, el trabajo se detiene, los salarios se reducen y la miseria vuelve a hacer estragos. Y sin embargo, en el mismo país la gran mayoría carece de todo. ¡Con lo razonable que sería trabajar para el propio consumo! Pero entonces, ¿qué ganarían los capitalistas?

Ambrosio. – ¿Así, pues, usted cree que toda la culpa es del capitalismo?

Jorge. – Sí, tanto o más por el hecho que algunos individuos han acaparado la tierra y todos los instrumentos de producción, y pueden imponer a los trabajadores su voluntad de tal manera que, en lugar de producir para satisfacer las necesidades de la población, se produce para el beneficio de los patrones.
Todas las razones que podría imaginar para salvar los privilegios burgueses son otros tantos errores, u otras tantas mentiras. Hace poco decía usted que la causa de la miseria es la escasez de productos. En otro momento habría dicho que los almacenes están repletos, que los artículos no se pueden vender y que los patrones no pueden dar trabajo para arrojar luego el producto.
He aquí lo absurdo del sistema: se muere de hambre porque los almacenes están repletos y no hay necesidad de cultivar o, más bien, los propietarios no tienen necesidad de hacer cultivar la tierra; los zapateros no trabajan y, sin embargo, van con los zapatos rotos porque hay demasiados zapatos... y así por el estilo.

Ambrosio. – ¿Por consiguiente son los capitalistas los que se deberían morir de hambre?

Jorge. – ¡OH, no! De ningún modo. Deberían simplemente trabajar como los demás. Eso le parecerá un poco duro, pero no lo crea, cuando se come bien el trabajo no hace daño. Aún más, le podría demostrar que es una necesidad y una alegría para el organismo.
Pero, a propósito, mañana tengo que trabajar y ya es demasiado tarde. Hasta otra vez.


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jueves, 13 de enero de 2011

EN EL CAFÉ - 2

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Queda dicho: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y bla, bla, bla...
                                                        

                                                   CAPÍTULO IIº



Ambrosio. (Juez) – Escuche, señor Próspero, ahora que estamos entre nosotros, todos buenos conservadores. La otra noche, cuando hablaba con ese cabeza hueca de Miguel, no quise entrometerme; pero, ¿es aquél el modo de defender las instituciones? ¡Casi parecía usted anarquista!

Próspero. – OH, ¿y por qué?

Ambrosio. – Porque en sustancia, usted decía que toda la organización presente de la sociedad está fundada en la fuerza, dando así razón a los que quisieran destruirla con la fuerza. Pero los supremos principios que rigen las sociedades civiles, el derecho, la moral, la religión, ¿no los cuenta para nada?

Próspero. – Sí, usted siempre se llena la boca con su derecho. Es un vicio que procede del oficio. Si mañana el gobierno decretase, supongamos, el colectivismo, usted condenaría a los partidarios de la propiedad individual, con la misma impasibilidad que condena hoy a los anarquistas... y siempre en nombre de los supremos principios del derecho eterno e inmutable.
Todo es una cuestión de nombres, Usted dice derecho, yo digo fuerza, pero al fin lo que decide de veras son los sacrosantos carabineros y tiene razón el que los tiene de su parte.

Ambrosio. - ¡Vamos, vamos, señor Próspero! Parece imposible cómo en usted el amor al sofisma sofoca siempre los instintos del conservador. No comprende de qué mal efecto es ver una persona como usted, uno de los más pudientes de la región, dar argumentos a los peores enemigos del orden. Créame: dejemos de disputar entre nosotros, al menos en público, y agrupémonos para defender las instituciones, que por la malignidad de los tiempos están sufriendo rudas sacudidas, y para defender nuestros intereses en peligro...

Próspero. – Estrechemos las filas, bien; pero si no tomamos enérgicas medidas, si no se acaba con el doctrinarismo liberal no se hará anda.

Ambrosio. – OH, sí, eso es verdad. Son necesarias las leyes severas y severamente aplicadas.
Pero eso no basta. Sólo con la fuerza no se tiene largo tiempo sujeto al pueblo, máxime en los tiempos que corren. Es preciso oponer la propaganda a la propaganda, es preciso persuadir al ciudadano de que tenemos razón.

Próspero. – ¡Entonces mal va! Amigo mío, por el interés común le ruego que se guarde bien de la propaganda. Es una cosa subversiva, aunque la hagan conservadores; y su propaganda se volvería siempre beneficiosa para los socialistas, los anarquistas o como diablos se llamen.
Es imposible persuadir a uno que tiene hambre, de que es justo que no coma, y más cuando es el mismo que produjo los alimentos. Mientras no piense, y marche bendiciendo a dios y al patrón por lo poco que le dejan, está bien. Pero desde el momento que comienza a reflexionar sobre su condición, todo acabó: se convierte en un enemigo con el que no será posible reconciliarse.
¡Sí, sí! Es preciso evitar a cualquier precio la propaganda, sofocar la prensa con o sin la ley o incluso contra ella.

Ambrosio. – ¡Seguramente, seguramente!

Próspero. – Impedir toda reunión, disolver las asociaciones, meter en la cárcel a todos lo que piensan.

César. (Negociante) – Poco a poco, no se deje llevar por la pasión. Recuerde que otros gobiernos y en tiempos mas propicios, han adoptado los métodos que usted aconseja y han precipitado su caída.

Ambrosio. – Silencio, silencio; he ahí a Miguel, que viene en compañía de un anarquista, a quien condené el año pasado a seis meses de cárcel por un manifiesto subversivo. En realidad, que quede entre nosotros, era completamente legal; pero, qué quieren, estaba la intención delictiva y, además, la sociedad debe ser defendida.

Miguel. – Buenas noches, señores. Les presento un amigo anarquista que ha querido aceptar el desafío lanzado la otra noche por el señor Próspero.

Próspero. – ¿Qué desafío, qué desafío? Se discute así entre amigos para pasar el tiempo. Por tanto, ya me explicará usted lo que es esa anarquía de la cual no hemos podido comprender nunca nada.

Jorge. (Anarquista) – No oficio de profesor de anarquía y no vengo a darles un curso de anarquía; pero puedo defender mis ideas. Por lo demás aquí está este señor (señalando a Ambrosio en tono irónico) que debe saber más que yo. Ha condenado mucha gente por anarquismo y como, ciertamente, es hombre de conciencia, no lo habrá hecho sin haber estudiado previamente el argumento.

César. – Vamos, vamos, no lo convirtamos en una cuestión personal. Y ya que debemos hablar de anarquía, entremos en el asunto.
Vea, yo reconozco que las cosas van mal y que es preciso remediarlas. Pero no hay que caer en utopías y, sobre todo, hay que evitar la violencia. Ciertamente, el gobierno debería preocuparse más a fondo de los trabajadores; debería procurar trabajo a los desocupados, proteger la industria nacional, estimular el comercio. Pero...

Jorge. – ¡Cuántas cosas quiere usted hacerle hacer al pobre gobierno! Pero el gobierno no quiere preocuparse de los intereses de los trabajadores y se comprende...

César. – ¿Cómo, se comprende? Hasta ahora el gobierno se ha mostrado verdaderamente incapaz y tal vez poco voluntarioso para remediar los males del país, pero mañana, ministros más instruidos y celosos de su trabajo podrían hacer lo que no se ha hecho hasta ahora

Jorge. – No, querido señor, no es cuestión de un ministro o de otro. Es cuestión del gobierno en general: de todos los gobiernos, el de hoy como el de ayer y como el de mañana. El gobierno emana de los propietarios, sus miembros son ellos mismos; ¿cómo podría, pues, obrar en interés de los trabajadores? Por otra parte, el gobierno, aunque quisiera, no podría resolver el problema, porque lo que lo provoca determina la naturaleza y la tendencia del gobierno. Para resolver la cuestión social es preciso cambiar radicalmente todo el sistema, que el gobierno tiene precisamente por misión defender.
Usted habla de dar trabajo a los desocupados. Pero ¿cómo puede hacer eso el gobierno si no tiene trabajo? ¿Debe realizar obras inútiles? ¿Y quién las pagará luego? ¿Debería hacer producir para proveer las necesidades de la gente? Pero entonces, los propietarios no encontrarían el modo de vender los productos que usurpan a los trabajadores, al contrario, deberían cesar de ser propietarios, pues el gobierno, para poder hacer trabajar a la gente, tendría que quitarles la tierra y el capital que tienen monopolizados.
Eso sería la revolución social, la liquidación de todo el pasado, y usted sabe que si eso no lo hacen los trabajadores, los pobres, los desheredados; el gobierno, ciertamente, no lo hará nunca.
Proteger la industria y el comercio, dice usted: pero el gobierno no puede, a lo sumo, más que favorecer a una clase de industriales en perjuicio de otra clase, los comerciantes de una región en perjuicio de otra. Resumiendo: no se habría ganado nada, aparte de favoritismo, injusticia y muchos gastos improductivos de más. En cuanto a un gobierno que protegiera a todos, es una idea absurda, puesto que le gobierno no produce nada y, por tanto, no puede hacer más que cambiar de lugar la riqueza producida por los otros.

César. - ¿Pero, entonces? Si el gobierno no quiere o no puede hacer nada, ¿qué remedio queda? Aun si ustedes hicieran la revolución será preciso que formen otro gobierno, y como usted dice que todos los gobiernos son lo mismo, tras la revolución quedaremos igual que antes.

Jorge. – Usted tendría razón si la revolución que buscamos fuese un simple cambio de gobierno. Pero nosotros queremos la completa transformación del régimen de la propiedad, del sistema de producción y de cambio; y en cuanto al gobierno, órgano parasitario, inútil y nocivo, no lo queremos de ningún modo. Consideramos que mientras haya un gobierno, es decir, un ente sobrepuesto a la sociedad y provisto de medios para imponer con la fuerza la propia voluntad, no habrá emancipación real, no habrá paz entre los hombres.
Usted sabe que soy anarquista, y anarquía significa sociedad sin gobierno.

César. – ¿Pero cómo? ¿Una sociedad sin gobierno? ¿Cómo se puede vivir así? ¿Quién haría las leyes? ¿Quién las haría ejecutar?

Jorge. – Veo que no sabe nada de lo que nosotros queremos. Para no perder el tiempo en divagaciones, será preciso que me deje explicarle breve, pero metódicamente, nuestro programa y así podremos sacar mejor provecho de la discusión.



Pero ahora es tarde, comenzaremos el día próximo.

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viernes, 7 de enero de 2011

"EN EL CAFÉ" de Errico Malatesta

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Al repasar mis notas descubro, en un apartado sobre las lecturas de Anna y Mónica, las pocas discusiones, más filosóficas que políticas, más ideológicas que literarias, que tuvimos por entonces. Coincidíamos, claro, pero no en todo.
Recuerdo que Anna tenía unos folios en francés que leí con asombro. Por entonces y pese mi compromiso, yo era un imberbe ideológico, solo me movía una cosa, la misma que Mónica: la injusticia; pero ella, mucho más joven y aparentemente inocente, era más consecuente que yo; o quizá igual, pero con las ideas más claras.
Los folios eran parte de una pequeña obra de teatro, le llaman folleto: “Dans le café”.

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                                                           EN  EL  CAFÉ
                                                         De Errico Malatesta
                        Extraído de: http: //www.bibliotecaalbertoghiraldo.blogspot.com/

                                                     
                                                             CAPÍTULO Iº



Próspero. (Gordo burgués entendido en economía política y otras ciencias) – Cierto, lo sabemos. Hay gente que sufre hambre, mujeres que se prostituyen, niños que mueren por falta de cuidados. Dices siempre lo mismo... ¡te haces cansino! Déjanos saborear en paz nuestros helados... Sí, hay males en la sociedad: hambre, ignorancia, guerra, delito, peste, el diablo que te lleve... pero, en fin, ¿qué te importa a ti?

Miguel. (Estudiante que mantiene relación con socialistas y anarquistas) – ¡Cómo! ¿Y en último resultado? ¿Que qué es lo que me importa? Usted tiene una casa cómoda, una despensa bien provista, criados a sus órdenes. Usted mantiene los hijos en el colegio, envía su mujer a los baños; para usted todo va bien. Y porque usted está bien, que se hunda el mundo, nada le importa. Pero, si tuviese un poco de corazón, sí...

Próspero. – Basta, basta... no nos sermonees ahora. Y además, jovencito, termina con ese tono. Tú me crees insensible, indiferente a los males ajenos. Al contrario, mi corazón sangra: pero con el corazón no se resuelven los grandes problemas sociales. Las leyes de la naturaleza son inmutables, y no es con declamaciones ni con un afeminado sentimentalismo como pueden ser modificadas. El sabio se doblega ante los hechos y goza de la vida lo mejor que puede sin correr tras sueños insensatos.

Miguel. – Ah, ¿se trata de leyes naturales?... ¿Y si a los pobres se les metiera en la cabeza corregir esas famosas leyes de la naturaleza? Conozco gentes que pronuncian discursos verdaderamente poco tranquilizadores para esas señoras leyes.

Próspero. – Sí, sí, sabemos con quién andas. Di de mi parte a esa canalla de socialistas y anarquistas, con quien tanto te gusta estar, que para ellos y para los que incurran en la tentación de poner en práctica sus teorías malvadas, tenemos buenos soldados y óptimos carabineros.

Miguel. – Oh, si pone en medio a los soldados y a los carabineros, no hablo más. Es como si para demostrarme que estoy en un error me propusiera una partida de pugilato. Pero si no tiene más argumentos que la fuerza bruta, no se fíe de ella. Mañana ustedes podrían ser más débiles; ¿y entonces?

Próspero. – ¿Entonces? Entonces, si desgraciadamente sucediera eso, habría un gran desorden, una explosión de malas pasiones, estragos, saqueos... y luego se volvería a la vieja situación. Tal vez algún pobre se habría vuelto rico, pero en suma no se habría cambiado nada, porque el mundo no se puede cambiar. Tráeme, tráeme alguno de tus agitadores anarquistas y verás cómo te lo arreglo. Valen para llenaros la cabeza de patrañas a vosotros que la tenéis vacía; pero ya veremos si pueden sostenerla.

Miguel. – Muy bien, traeré algún amigo mío que profesa los principios socialistas y anarquistas y asistiré con placer y provecho a la discusión. Pero entretanto, razone un poco conmigo, que aún no tengo una opinión bien formada; pero, sin embargo, veo claramente que la sociedad tal como está organizada, es contraria al buen sentido y al corazón humano. Vamos, usted está tan gordo y florido que un poco de excitación no le hará mal. Le ayudará a su digestión.

Próspero. – Pues bien, sea, razonemos. Pero, ¡cuánto mejor sería que pensaras en estudiar, en lugar de lanzar juicios sobre cosas que preocupan a los hombres más doctos y más sabios!
¿Sabes que tengo veinte años más que tú?

Miguel. – Eso no demuestra que usted haya estudiado más; y si debo juzgarlo por lo que le oigo decir de ordinario, dudo que si estudió mucho lo haya hecho con provecho.

Próspero. – Jovencito, jovencito, un poco más de respeto, ¡eh!

Miguel. – Si, le respeto, pero no me eche en cara la edad como hace poco me oponía los carabineros. Las razones no son ni viejas ni jóvenes; son buenas o malas, eso es todo.

Próspero. – Bien, bien, adelante. ¿Qué tienes que decir?

Miguel. – Tengo que decir que no comprendo por qué los campesinos que aran, siembran y cosechan no tienen ni pan, ni vino, ni carne en suficiencia; por qué los albañiles que hacen las casas no tienen un techo bajo el cual reposar, por qué los zapateros tienen los zapatos rotos; por qué, en suma, los que trabajan, los que producen todo carecen de lo necesario, mientras los que no hacen nada útil nadan en lo superfluo. No puedo comprender por qué hay gente que carece de pan, cuando hay tierras incultas y tantas gentes que serían felices si pudieran cultivarlas; por qué hay tantos albañiles desocupados cuando tantas personas tienen necesidad de casas; por qué no tienen trabajo tantos zapateros, sastres, etc., mientras la mayoría de la población carece de zapatos, de vestidos y de todas las cosas necesarias a la vida civil ¿Podrá decirme cuál es la ley natural que explica y justifica estos absurdos?

Próspero. – Nada más simple y claro.
Para producir no bastan los brazos, sino que se necesita tierra, materiales, instrumentos, locales, máquinas y se necesitan también los medios para vivir en espera de que se haga el producto y se pueda llevarlo al mercado; se necesita, en suma, capital. Tus campesinos, tus obreros no tienen más que brazos; por consiguiente no pueden trabajar si no agrada a quien posee la tierra y el capital. Y como nosotros somos poco numerosos y tenemos suficiente, aun dejando por un tiempo inculta la tierra e inactivos los capitales, mientras los obreros son muchos y están apremiados, siempre por la necesidad inmediata, ocurre que éstos deben trabajar cuándo y cómo nos plazca a nosotros y en las condiciones que queramos. Y cuando no tenemos necesidad de su trabajo y calculamos que no ganamos nada haciéndoles trabajar, son obligados a permanecer inactivos, aun cuando tengan la mayor necesidad de las cosas que podrían producir.
¿Estás contento ahora? ¿Quieres que te hable más claramente aún?

Miguel. – Sí, eso es lo que se llama hablar claro, no hay nada que decir.
Pero, ¿con qué derecho pertenece la tierra a algunos? ¿Cómo es que el capital se encuentra en pocas manos, y precisamente en manos de los que no trabajan?

Próspero. – Sí, sí, sé todo lo que puedas decirme y sé también las razones más o menos deficientes que otros te opondrían: el derecho de propiedad se deriva de las mejoras hechas en la tierra, del ahorro mediante el cual el trabajador se convierte en capitalista, etc. Pero a mí me gusta ser franco.
Las cosas, así como están, son el resultado de hechos históricos, el producto de toda la secular historia humana. Toda la vida de la humanidad ha sido y será siempre una continua lucha. Hay quienes salieron bien en ella y quienes salieron mal. ¿Qué puedo hacer? Tanto peor para unos y tanto mejor para los otros. ¡Ay de los vencidos! He ahí la gran ley de la naturaleza contra la cual no hay rebeldía posible.
¿Qué querrías tú? ¿Que me despojase de lo que tengo para pudrirme luego en la miseria mientras otro gozase de mi dinero?

Miguel. – No quiero precisamente eso. Pero pienso: ¿si los trabajadores, aprovechándose de que son muchos y apoyándose en su teoría de que la vida es lucha y de que el derecho se deriva de los hechos, se metiesen en la cabeza la idea de hacer un nuevo “hecho histórico”, el de quitarles a ustedes la tierra y el capital e inaugurar un derecho nuevo?

Próspero. – ¡Eh! Es verdad, eso podría embrollar un poco nuestros negocios.
Pero... continuaremos otra vez. Ahora tengo que ir al teatro.


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