domingo, 8 de octubre de 2017

CRÓNICA DE UNA JORNADA, EL UNO DE OCTUBRE

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Si quieres ver recortes de vídeos e imágenes del uno de octubre sin censura:

SINFILTROS, EL UNO DE OCTUBRE EN BARCELONA



Me levanto pronto para ir a votar. Imagino que seré de los primeros, aun sabiendo que muchos han pasado la noche en vela en el interior del colegio, mientras que otros están desde la cinco de la mañana en la puerta, por si lo han de defender.
En principio deberían abrir a las nueve, pero tal como está el operativo policial mejor no hacer cálculos. Sé que las papeletas y las urnas han llegado escondidas entre ropa y comida, y también que los sistemas informáticos están a punto.
Llego a las ocho y media con mi compañera, un poco mareada todavía por la reciente intervención en la base del cráneo, pensando que encontraré algo de cola, ya que por mi calle, una de las muchas que llevan al colegio, ya somos unos cuántos. Sin embargo, lo que veo me sobrecoge: una gran cantidad de personas agrupadas en la puerta, preparada para defenderla ante cualquier eventualidad, son vecinos y vecinas de todo el barrio. Algunos los conozco solo de vista, a otros más, que saludo como puedo y de lejos.
Del barullo salen dos inmensas y nutridas colas que se pierden en ambas esquinas, No son colas de personas en fila sino de dos o tres de ancho. Algunos niños, pocos, seguramente porque sus padres no sabían con quién dejarlos. Veo familias enteras, de abuelos, hijos y nietos; y grupos de amigos, que evidentemente han quedado para hacerse compañía.

Me sitúo en el final de una de las colas, que en pocos minutos se alarga tras mío. Frente a mi hay un grupo de amigas, una de ellas funcionaria, que hace de informante entre la cabecera y nosotros. Tras mío una joven pareja con dos mellizos en un cochecito. En un cuarto de hora la cola ya da la vuelta a la siguiente esquina y el colegio todavía no ha abierto las puertas. Un coche de los mossos pasa por delante. Sus ocupantes ni siquiera miran.
Al poco de abrir un mensajero de la organización da una vuelta para explicar que los ancianos, los impelidos y los que llevan niños pequeños, pueden adelantarse con un acompañante.
Mi compañera reconoce que no podrá aguantar y a los pocos minutos se acerca a la cabecera. Yo, sin embargo, me quedo en la cola. Es mi obligación para poder informar en todo momento a mis compañeros repartidos por todo el país, y estar informado para dar cuenta de la situación a la gente que quiere votar.
Y pronto veo como algunos ancianos y vecinos en silla de ruedas van pasando por delante, muchos menos de los que cabría esperar. Empieza a llover y mis compañeros me avisan por Telegram que la policía ya ha cargado en un colegio. Me vuelvo a la pareja y les digo que pasen, que no se corten. No quiero alarmar a nadie antes de tiempo, pero me preocupan los mellizos. Ellos dicen que no, igual que muchos otros, ancianos incluidos, que aguantan estoicamente. Salgo de mi sitio para dar una vuelta por toda la cola. Muchos me miran a los ojos y sonríen, algunos levantan la mano tímidamente, es una manera discreta de decirme que me han reconocido. De un grupo de chicos y chicas sale una voz que grita ¡Pirata!, levantando las manos con las palmas abiertas moviendo las muñecas; es el símbolo del 15M, un momento que por su edad ellos ni estaban. Les sonrío y respondo con el mismo gesto, y la gente aplaude instintivamente. Sigo andando y un matrimonio de mi edad que no conozco grita: ¡Pirata! ¿Estáis pirateando no? ¡Seguid así! Y no puedo más que acercarme y responder al saludo y la pregunta. Me seco los ojos, estoy llorando, quizá por vez primera en muchos años.
Sigo la ronda, alguno me observa con desconfianza, quizá pensando que soy un informante; no obstante, cuando ve que alguien de la cola me saluda, se tranquiliza. Veo que las dos colas se encuentran a medio camino cruzándose por la cantidad de gente que hay, calculo que más de mil personas, muchas más. Llego a la cabecera y entro en su grupo para saber cómo va, y asombrado descubro que casi todos los concentrados me conocen, algunos incluso me llaman por mi nombre. No sé quienes son. Al otro lado, apostados en la acera y entre los que toman fotos para la posteridad, creo distinguir a dos policías infiltrados. A nadie parece importarle.

Por Telegram me dicen que veinte furgones se acercan al barrio. Vuelvo a mi sitio de la cola y lo digo en voz alta, luego me vuelvo a la pareja con los niños y les digo que intenten entrar ahora, que aún pueden. Ellos se niegan, prefieren turnarse, el padre se va con los niños, mientras la mujer se queda a mi lado. Explico que ya hay los primeros heridos y nadie se inmuta. Creo que el más preocupado soy yo. Nadie hace el gesto de marchar, ni siquiera cuando enseño las fotos. Solo oigo quejas por la lluvia que ya empieza a arreciar. Un mensajero de la entrada avisa que la policía ha cargado y entrado en Can Vilumara, por si alguien quiere irse. Nadie se va, al contrario, algunos responden que si necesitan ayuda que avisen de algún modo. De los colegios atacados me llega nota que la policía ha tenido que marchar, eso sí, dejando muchos contusionados y algún herido. Recibo la foto de una chica votando con el cuerpo magullado y la cara llena de heridas. Entonces me doy cuenta que a esta gente no le podemos fallar y que los fascistas han perdido la batalla de Catalunya, al menos la primera.

Tras tres horas de cola al final consigo votar, en blanco tal como obliga mi modo de pensar. Doy otra vuelta, parando de vez en cuando para dar ánimos o hablar un rato con los que me saludan sin timidez. Y sigue llegando gente, esta vez sabiendo el riesgo que va a correr, ya que empiezan a llegar noticias de todos los colegios atacados con fotos de personas heridas. La represión ya es pública y está dando la vuelta por todo el mundo. Llueve mucho más, pero nadie cede ni se queja. El agua se desliza libremente en grandes chorretones por las cabezas y los hombros de la gente que hace cola. Muchos no podrán votar, lo intuyen, pero no por ello abandonan su lugar.

Llego a casa, almuerzo con mi compañera y después leo los mensajes que me van llegado de todos los sitios. En muchas poblaciones no se ha podido votar. La policía ha arrasado, llevándose incluso juguetes y libros de las escuelas. En otras han reventado las puertas de la escuela o incluso las dependencias municipales. Amigos de la infancia y familiares me dicen que no han podido votar, uno de ellos lo ha intentado hasta cuatro veces.
Al día siguiente me hablan de tres millones de DNIs registrados, es decir más de la mitad del censo, una proeza dadas las circunstancias. Si extrapolo el porcentaje de mis conocidos que no han podido hacerlo, calculo que es entre un 10 y un 20%. Impresiona, porque demuestra que mucha gente del No o en Blanco como yo, que se decidió a última hora al ver la represión, lo ha intentado sin haberlo conseguido.

Pase lo que pase y piense lo que piense, ahora estoy convencido que la mayoría de este país, sea separatista o no, se siente prisionera de España; que seguramente llevará tiempo y esfuerzo, pero que muchas plazas y calles llevarán el nombre de Uno de Octubre, y que se levantarán monumentos en honor a la gente que este día dio la cara.


Esa es la crónica de un pirata descreído de banderas y de fronteras, que seguramente ha ayudado, no a crear una, como podría parecer, sino a destruir unas cuantas.


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sábado, 23 de septiembre de 2017

CATALUNYA VERSUS ESPAÑA


El negarse el Estado a negociar, decidió a Colau dar el paso definitivo.

Antes de empezar un debate sobre el SI o el NO, creo que se tendría que hablar de algo que todos evitan, de un lado por un falso orgullo y del otro por la negativa de la responsabilidad; y es que actualmente, y seguramente durante muchos años, es más inviable una España sin Catalunya que una Unión Europea sin Francia.

La España actual se ha estructurado alrededor de un sistema económico e impositivo que la convierte en dependiente de unas cuantas regiones, y Catalunya es una de ellas. Para que entendamos la situación, actualmente Catalunya es netamente importadora de productos del resto de España, es decir, que compra más de lo que vende; sin embargo, es netamente exportadora al resto del mundo. Paradójicamente sin Catalunya el PIB español apenas bajaría; sin embargo, la economía española de base no está preparada para exportar bienes de elevada plusvalía, aunque si para consumirlos. Eso no significa que el resto de España no produzca lo suficiente, al contrario, sino que su sistema productivo depende en gran medida de lo que se produce en la periferia.
Sin Catalunya, la administración española tendría que encogerse de manera considerable, principalmente entre el alto funcionariado, lo cual en si no es una mala noticia, dado que es un cambio pendiente y necesario que hasta ahora nadie ha querido afrontar. Este funcionariado, anclado a una mentalidad absolutamente imperialista y centralista, es el que defiende su espacio de influencia, aunque sea sacrificando al mismo estado, de eso que la administración española haya sido tan reacia a aceptar cualquier cambio llegado desde lo que llama periferia.

No es responsabilidad única del castellano el que España esté estructurada de modo tan dependiente. Un país no se construye pensando en la posibilidad de disolverse, por lo que es responsabilidad de todas y cada una de las regiones, parte de su buen funcionamiento. Por supuesto, si una de ellas quiere marchar, nadie puede impedirlo, pero no podrá hacerlo sin una negociación que ha de comportar una buena salida para todos, es decir, que la región que abandone la disciplina administrativa o de Estado, deberá seguir asumiendo su parte de responsabilidad para el buen funcionamiento de cada una de ellas y su conjunto.

En el caso que nos ocupa la situación se complica. La negativa a negociar cualquier salida razonable solo puede llevar a una rotura traumática en la que todos saldrán perdiendo, el catalán no lo percibirá así, ya que para él cualquier sacrificio es bueno para la consecución de su objetivo. No así el castellano, que perderá doblemente, culpando primero al catalán sedicioso y en segundo término a su clase política y militar, que se habrán descubierto inútiles.
El PP valora la situación desde la perspectiva electoral y no de la supervivencia del Estado en si. Para él la pervivencia de su liderazgo va directamente relacionada con la del estado, y la población española, haciendo gala de su típico talante, no duda en premiar y aplaudir la represión autoritaria de la sediciosa región periférica. El conflicto entra así en una dimensión que seguramente pocos habían previsto, el de la población de un país contra la de otro, o al menos parte de ellas. La opresora, que se resiste a dejar de serlo, contra la oprimida, que ha decidido dejarlo de ser cueste lo que cueste.
Y es que el catalán, antes conciliador y hasta complaciente, ha perdido su timidez y su miedo. Ha descubierto o está convencido que por mucho que deba sacrificar, cualquier cosa es mejor que seguir en un estado anclado en el siglo XIX, con una sociedad sin autoestima ni cohesión, dependiente de las eternas ayudas de sus vecinos más ricos, que prefiere ver a sus hijos emigrar antes que entrar en la modernidad.

Una de las grandes excusas de esta pequeña o gran revolución independentista (el tiempo dará su real medida), es la presunción que a partir del día uno de octubre todo será distinto, da lo mismo que haya o no independencia. Y no es así. La independencia es inevitable, en este aspecto ya nada será igual, la relación del resto de España con Catalunya irremediablemente cambiará y con el tiempo se irá disipando, porque sin un cambio tan radical como imposible, la Catalunya que quede será ingobernable desde Madrid, a no ser a través de una constante e insoportable represión que invariablemente la empeorará. Sin embargo, ni para una ni para otra, haya o no independencia, significará un cambio social de envergadura, para España menos todavía, ya que su población todavía se encerrará aún más en su pequeño y depresivo mundo, dando la espalda a cualquier atisbo de cambio. Mientras que en Catalunya seguirá gobernando una oligarquía legitimada por el falso triunfo o fracaso, que tendrá que pagar el precio de la revolución a costa de los servicios públicos y el bienestar futuro de una población tan satisfecha como engañada y subyugada por otros poderes más crueles si cabe.

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sábado, 5 de agosto de 2017

TIEMPO Y LECTURA




Hoy, mientras escribía unas líneas en mi trabajo sobre Democracia Participativa, no he podido más que pensar sobre quien me lee y por qué.
El lector medio español, no puedo opinar sobre el resto de Europa, no pasa de leer los titulares de cualquier artículo, sea relacionado con la política, o de interés científico o social. Es difícil encontrar alguien que lea, no ya el artículo entero sino los primeros o últimos párrafos, y aún más quien se lo haya leído entero.
Cuando escribimos sobre temas complejos, intentamos ser lo más amenos y escuetos posible, lo primero para llegar al público en general; lo segundo para no asustar al posible lector, ya que si el trabajo ocupa más de dos páginas, no pasa del título. Y si por sus características tiene que ser largo, no nos queda otra que separarlo con gráficos, o de lo contrario pasará sin pena ni gloria.

Con mis pequeños artículos sobre economía he conseguido bastante seguimiento, creo que gracias a haber entendido el problema. Esos artículos los redacto con lenguaje llano y ameno, sin apenas tecnicismos. Quizá haya sido haber estudiado economía sin trabajar como tal, lo que me ha brindado la posibilidad de escribir con el lenguaje llano, de quien entiende de bolsillo y del mercado de legumbres, pero sin entrar en el mundo de la Deuda Subordinada, los Híbridos de Capital, los Activos Subyacentes o los Derivados Financieros. Porque al lector le puedes hablar de deuda o de capital, pero en cuanto entras a lo de subordinada o de híbridos, lo primero que piensa es que no vale la pena seguir porque no lo entenderá; y si por casualidad indaga, descubre que se lo podrían haber explicado de otro modo, y que si no lo han hecho es porque son estúpidos o solo querían tomarle el pelo.

Para el que me sigue un poco, no aquí sino en los artículos que he escrito en Pirates de l’Hospitalet, le será fácil entender que podría haber escrito un libro sobre economía; sin embargo, he preferido ir escribiendo pequeños artículos sobre temas concretos y a medida que la sociedad los demandaba.
Pero ahora, ante el desafío de escribir sobre Democracia Participativa, un tema en el que creo estar más preparado, no veo cómo puedo fraccionarlo y hacerlo ameno.
La Democracia Participativa no creo que merezca un libro, a no ser que queramos explicar todos los procesos participativos, sus variables y las circunstancias que los acompañaron. Con diez páginas habrá suficiente, pero son muchas, muchísimas, para la mayoría de los posibles lectores.
El mismo tema ya descubre el problema. En las ciudades españolas donde se ha implementado un sistema participativo, la implicación ha sido menor que para organizar cualquier acto lúdico. En las ciudades catalanas se implica más gente en los correfocs que en los presupuestos participativos.


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domingo, 18 de junio de 2017

PANEM et CIRCENSES

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pixabay.com


Con el tiempo descubrimos que el sentimiento de pertenencia a un colectivo supera el mismo objetivo de dicho colectivo y el de las personas que pertenecen a él. En política, en la lucha sindical, etc.; a lo que le podríamos añadir, sin ningún prejuicio, el fútbol o cualquier otro espectáculo que arrastre a las masas, sea grande o pequeño. Solo necesita crear la sensación de pertenencia, sea a través de una simbología, del nombre, de una bandera o de unos líderes con la suficiente verborrea. Ejemplos los hay para aburrir, desde los castellers de una pequeña ciudad catalana o de uno de sus barrios, hasta los fans de un grupo musical, pasando por una escudería de coches de carreras. Y a eso, guste o no, solo lo podemos definir con una palabra: fanatismo. Porque da lo mismo que el equipo de fútbol gane o pierda partidos, que el grupo musical mejore o empeore, que los castellers levanten o no castillos más o menos ambiciosos, que el partido que votamos o su líder, mienta o no, robe o no. Y no hablemos de las distintas iglesias, prácticamente iguales en sus credos, que consiguen que los seguidores de una literalmente se mate o asesine con los de otra.

Nada es nuevo, los antiguos romanos ya utilizaban los equipos de gladiadores y de las carreras de carros, que eran contratados con un aparato administrativo y organizativo muy parecido al de los actuales clubes de fútbol, para arrastrar a la llamada plebe y convertirla en cliente fiel. En cuanto a los más cultos, seguían con el mismo fervor a poetas y filósofos, con la creencia que así evitaban el Panem et Circenses, frase popularizada por Juvenal un siglo antes de Jesucristo, aludiendo la variante romana de la Renta Básica, que trataba de contentar a esa misma plebe a cambio de dos panes al día por habitante y juegos gratis, con la intención, reconocida por sus mismos promotores, de hacer olvidar a la población su derecho a participar en la política.



Existe, no obstante, un tipo de personas que, quizá por algún mecanismo de su cerebro, por una educación basada en el pragmatismo o por su facilidad en introducirse en la piel del prójimo, es inmune a dicho sentimiento de pertenencia.
¿Quién no tiene un amigo o conocido que no parece gustarle el fútbol, o que no es de ningún equipo, aunque disfrute de los buenos partidos. A quien quizá le guste la música, pero sin ser seguidor de ningún conjunto en especial; que tanto puede emocionarse escuchando una buena sesión de jazz como un concierto de rock, dependiendo exclusivamente de su estado de ánimo y no por ser seguidor de quien toque en uno de ellos. Que vota según la razón y no por una extraña empatía de corte metafísico, hacia una ideología o un líder concreto que nada tiene que ver con ella. Que no entiende de banderas ni se siente ligado a ninguna de ellas, aunque empatice con la tierra donde vive, su paisaje, sus olores, su color. Este tipo de personas, seguidor de la razón por encima de cualquier futilidad basada en credos religiosos, suele no obedecer a ninguno de los muchos dioses dioses que pululan por nuestro mundo, que no sea el de su interior.



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viernes, 21 de abril de 2017

Víseceras, Fútbol, Circo y Política





Hace muchos años, tendría quizá veinte o veintiuno, coincidimos en una fiesta con dos jugadores del Barça, muy famosos por entonces, no para mi, que el fútbol me importaba tanto como ahora. Y recuerdo que hablando sobre la facilidad con que se ganaban o perdían algunos partidos, quizá por la confianza, el tipo de fiesta o por ir bastante bebidos, nos confesaron que el resultado en muchos de ellos ya estaba decidido. A veces incluso se sabía los goles que se marcarían, y si en la primera mitad, en la segunda o en los últimos minutos.
-Se mueve mucho dinero- nos dijeron.
-Si os gustara el fútbol y vinierais al campo, apreciaríais la diferencia entre los partidos decididos y los que no-
Recuerdo un curioso detalle. Según ellos muchos de los partidos que se ganaban o perdían por 2 a 1 estaban pactados.
Ahora en proporción se mueve mucho más dinero, muchísimo más. Los jugadores ganan cien veces más y los partidos se ven en todo el mundo a tiempo real. En China, donde todo se juega, las apuestas por la liga española mueven miles de millones cada año. A veces se apuesta sobre el resultado y hasta el minuto en que se marcará un gol. Y da lo mismo que sea la primera o la segunda división, la liga española es un caramelo que atrae grandes inversores de apuestas.

Los consejos directivos del fútbol español están repletos de políticos. En los palcos presidenciales siempre hay unos cuantos, da lo mismo el color, pero casi siempre de los partidos más corruptos. La gente grita, se desmelena y paga por ver a su equipo aunque sea a costa de los libros de texto de su hijo, de su comida o de las vacaciones de la familia. Conozco quien pasa dificultades para pagar el asiento en tribuna del Barça. Los seguidores no son estúpidos, al menos parece que entiendan de fútbol, de modo que han de saber cuando un partido está amañado. Si los chinos lo saben, cómo no va a saberlo un socio del Valencia, del Depor o del Sevilla, por poner un ejemplo.
Hay quien dice que no, que es imposible, pero cómo no va a serlo en un país en que más de la mitad de los políticos del partido más votado están imputados o en prisión. Ahora mismo el antiguo presidente de la Comunidad de Madrid acaba de ser detenido por estafa, extorsión y por pertenecer a una banda criminal organizada. Hace poco un juez dictaminó que el partido más votado del país era una banda organizada para delinquir. Mientras que el hedor que desprende el segundo partido provoca tanta nausea, que nadie se le acerca si no es para conseguir algún favor. Ante semejante escenario pensar que el fútbol no está podrido, simplemente es de bobos o de una candidez tan inconcebible como imposible.

El seguimiento de un equipo de fútbol obedece a un impulso visceral, no a unos patrones de calidad, economía o empatía social. Y al contrario de lo que parece tampoco de identidad cultural -ya me dirán ustedes qué tiene que ver la cultura con darle patadas a un balón o, en el peor de los casos, a las piernas del contrario- o del territorio, si no es por la herencia de padres a hijos o de amigos de la infancia. Podemos encontrar seguidores del Madrid o del Barça desde Nueva Zelanda hasta Laponia, que no cambiarían de equipo aunque perdieran todos los partidos o se demostrara lo que realmente son. Hay seguidores del Barça y del Madrid en todas las provincias españolas, votantes de la ultraderecha centralista, comunistas, musulmanes, budistas, militares, banqueros y parados sin casa ni futuro. Y lo mismo podemos encontrar en sus ciudad de referencia.

En política sucede lo mismo, hasta el punto que, para que sus vecinos no lo traten de estúpido, muchos votantes entran en la cabina para votar a su grupo mafioso, que horas antes lo ha desahuciado, le ha arruinado la vida o robado el dinero de su pensión. La gente vota por tradición paranoica o cognición con el líder de la manada. En suma, por los mismos patrones con que sigue a su equipo.

Hace poco leí un artículo sobre los gladiadores romanos, que obedecían a distintas escuelas con contratos a cinco años. Los combates casi nunca eran a muerte (preparar un gladiador costaba demasiado dinero) y muchas veces estaban amañados por los grandes corredores de apuestas. Las escuelas eran propiedad de grandes patricios o de sus entrenadores, y tenían sus seguidores enfervorizados. En el siglo primero de nuestra era se prohibieron los combates cruentos. En la segunda época los equipos de gladiadores eran engrosados con esclavos y ciudadanos empobrecidos o endeudados, que gracias a sus habilidades podían conseguir dinero, la gloria y la libertad. Más o menos como el sueño de muchos jóvenes de ahora, que se desviven porque un padrino español o italiano descubra lo maravillosos que son e invierta lo que sea por ellos.
Explico esto para que se pueda comparar el Circo y el Anfiteatro romanos, con los actuales campos y equipos de fútbol.
En el Circo y el Anfiteatro estaba el Pulvinar (palco presidencial), con el Emperador y algunos senadores; frente a él estaba el Tribunal Iudicium, donde se sentaba el tribunal (ahora se le llama tribuna, pero nadie puede votar). El pueblo se sentaba en los escalones de piedra o gradus, es decir la gradería, donde seguramente discutían, se peleaban y hasta se mataban. Lo que podemos asegurar es que los tribunos y los senadores difícilmente harían esto, en todo caso se mofarían del resto.

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sábado, 15 de abril de 2017

PRESENTE Y FUTURO


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Foto ganadora del concurso convocado el 2015 por UPyD, con motivo del Día contra la Corrupción


La desesperanza por ver imposible un auténtico cambio democrático, junto a la incapacidad de resolver una profunda recesión económica, a través de sistemas clásicos ya probados. Eso es lo que nuestros jóvenes están viviendo actualmente, jóvenes que ya no lo son tanto, de veinte hasta cuarenta años, y a esto hemos de añadir gran cantidad de personas de más de cuarenta, sin futuro o con trabajos muy inferiores a los que tenían.
Los jóvenes españoles más preparados solo pueden aspirar a emigrar o aceptar trabajos de poca profesionalidad, que no les permite la independencia económica. Es decir, que personas con un elevado nivel de estudios, muchas veces con varios idiomas, no pueden subsistir con lo que ganan.
Actualmente solo los políticos y los enchufados, impuestos a dedo en su mayoría por el líder mediático de turno, además de los funcionarios, tienen la seguridad de obtener un salario digno. Incluso en el caso de seguir códigos éticos bien establecidos, un político sin apenas preparación universitaria gana más que un joven licenciado con cuatro idiomas y un máster.

Las nuevas formaciones políticas no terminan de convencer, generan desconfianza o son ignoradas por una ciudadanía abúlica y sin apenas cultura democrática, que prefiere la ley y el orden establecido gestionados por grupos mafiosos. Y cuando esas formaciones consiguen abrirse paso, muestran los mismos vicios y gobiernan como las anteriores, por carecer sus dirigentes del suficiente bagaje político y moral, en cualquier caso inferior al de aquellos que pretenden gobernar.

Los partidos autodenominados institucionales se han apropiado de los mecanismos de control electoral, hasta el punto que incluso sus mismos votantes dudan de su legitimidad.
Los sindicatos "mayoritarios" apenas tienen afiliados, y parte de ellos lo son por sentirse obligados. Sus líderes han terminado al servicio de las juntas de accionistas de las empresas o del mismo gobierno, que son quienes les pagan los salarios y las minutas de gastos; y como ahora puede verse, en algunos casos los coches de lujo y hasta las prostitutas.
Los medios informativos silencian las noticias comprometidas, mienten o tergiversan cuando esas afectan la política o sirven para descubrir la deshonestidad de sus patronos. A veces piden permiso al ministro de turno o al secretario general del partido afectado, antes de publicar un artículo. Los medios independientes son ignorados o boicoteados, y si persisten son perseguidos judicial, policialmente o por eso que ahora se llama cloacas del Estado.
La justicia utiliza sin disimulo dos varas de medir, a veces con tanta desvergüenza como sorna. Una para los grupos mafiosos y criminales que participan del gobierno, y otra para la ciudadanía de base, populacho para ellos, principalmente la que no puede pagar las enormes minutas que cuesta un juicio.
La sanidad pública se desmantela a demanda de los grandes empresarios del ramo, amigos del ministro o del conseller de turno, que reciben contratos con sobrecoste, con tanta impunidad que ni siquiera los esconden.
La educación pública más de lo mismo, con el agravante que el dinero que se le niega a la pública, sirve para financiar escuelas de una secta religiosa que discrimina por sexo.
La libertad de expresión también se rige con dos varas de medir, la que se utiliza para el ciudadano con inquietud social, que es perseguido, multado y preso por sus opiniones y críticas; y la que sirve para los que amenazan al primero, que se mofan de su lucha y se jactan de los asesinatos cometidos por genocidas, que son pasados por alto y hasta jaleados públicamente por los mismos políticos, jueces y hasta militares.

¿Qué podemos hacer los piratas en un escenario como el descrito?
Perseverar en nuestros principios y defender nuestra peculiar manera de entender el mundo; y, por supuesto, pretender mejor gobierno del que merece nuestra ciudadanía, recordando que tampoco somos inmunes al totalitarismo, al amiguismo y a la corrupción, porque somos parte de la misma sociedad.
Lo peor que podríamos hacer, es caer en la tentación de convencer que somos mejores de lo que pretendemos ser.

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viernes, 3 de marzo de 2017

ECONOMÍA DE LIBRE MERCADO

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Es curioso de ver cómo se confunde el actual y mal llamado liberalismo con la economía de libre mercado.
El liberalismo, al que no podemos dar la espalda tan fácilmente, trata a todo el mundo por igual y sin ningún escrúpulo. Para el liberalismo solo cuenta el nivel de productividad del individuo, esté asociado en grupos o en solitario. El Estado liberal debe evitar cualquier trato de favor hacia un individuo o colectivo. El Estado solo tiene que velar para que la ley sea igual para todos sin excepción, para evitar que se crean lobbies o pactos entre gremios, para subir o bajar artificialmente los precios; es decir lo contrario al actual sistema mal llamado liberal, cuando está diseñado para favorecer a individuos de gran influencia económica o grandes sociedades, por encima del resto, como la banca, los grandes grupos financieros, comerciales o industriales.
En un sistema auténticamente liberal, la gran superficie no podría competir con el pequeño o mediano comerciante. Los gobiernos locales no podrían recalificar terrenos a su medida, construir entradas y salidas en las carreteras o cinturones para su satisfacción, tampoco crear espacios de recreo, o servicios públicos a la medida, a cambio de nada, puesto que la gran superficie consigue importantes exenciones de impuestos. El liberalismo tampoco entiende de artimañas contables o ingeniería financiera. Un sistema liberal es imparcial y transparente por naturaleza, de modo que tanto el pequeño industrial como la gran multinacional podrían acceder a las mismas subvenciones y facilidades financieras o de crédito.
En un sistema genuínamente liberal, el grande tendría que competir en igualdad de condiciones que el pequeño. En pocas palabras, tendría que pagar los impuestos en su proporción exacta, lo que equivaldría a un mejor reparto y a una importante disminución del montante que paga el pequeño.

La economía de libre mercado no es otra cosa que un sistema de relación entre las personas y los grupos sociales. Adam Smith habló de ella como la mano invisible que dirige de manera extremadamente eficiente todo un gigantesco sistema económico, al convertirse en millones los pequeños y grandes intercambios entre personas o grupos de personas.
La economía de libre mercado regula los precios por si sola, siendo la sociedad, sin necesidad de ningún factor externo, quien disponga de más o de menos cantidad de productores para un bien determinado, dependiendo la necesidad creada por la demanda.
Con un sistema de libre mercado el paro, excepto el estructural, es imposible o muy escaso. No es necesario crear empresas o leyes que garantizen el trabajo, porque el mismo sistema se cuida de crearlo sin cesar.

El Estado es el agente que debe velar para que todo el mecanismo funcione, creando o gestionando aquel modelo de empresa que, por sus características y según el pacto social, sean consideradas de necesidad pública. Por ejemplo la educación, la sanidad, el transporte público o los servicios más básicos, necesarios para la supervivencia de la misma sociedad y para garantizar que todos sus miembros dispongan del mínimo para ejercer su propia soberanía. Para conseguir los fondos necesarios, el Estado solo necesita crear un pequeño impuesto para cada una de esas millones de pequeñas transacciones, o sobre la plusvalía generada por ellas. No necesita más, ya que en un sistema justo, sin posibilidad de crear grandes grupos de presión o pactos para alterar el valor de las mercancías, el Estado ya no tiene la necesidad de gravar de manera excesivamente progresiva según la fortuna de cada uno, porque las grandes desigualdades no existirían. El Estado, en este caso solo tendría que gravar de manera especial las herencias, para que la sociedad pudiera recuperar parte de sus plusvalías y así facilitar la igualdad de oportunidades entre las nuevas generaciones.

Es un error creer que no se valora lo barato o lo que en principio parece no costar nada. La sanidad, la educación y lo que deberíamos llamar servicios públicos básicos, tienen un precio que todos deben conocer y participar de él, y ayudar para facilitar su administración. Nada es gratis, todo tiene un coste, que puede haber sido pagado por nuestros impuestos o por la plusvalía de otras empresas o servicios.
En una economía de mercado socialmente perfecta, usted podría tener un contador en su casa, que se dispararía al sobrepasar el consumo mínimo, tanto de agua, de electricidad, de gas o de servicios telemáticos. Y usted recibiría mensualmente un bono de viajes unipersonal, que podría utilizar a su libre albedrío. Y podría disfrutar de la plena libertad para informarse y aprender a través de las investigaciones más recientes. Y todo esto, sorprendentemente, gracias a la economía de libre mercado, con un sistema impositivo justo y eficiente, y un buen reglamento de relaciones sociales.

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miércoles, 8 de febrero de 2017

NEOLIBERALISMO Y EL NUEVO MESÍAS




El neoliberalismo no entiende de patrias ni de fronteras, si no es para aprovecharse de ellas, y carece de escrúpulos para conseguir su fin. Le da lo mismo que sean mil, un millón, o cien millones de seres humanos los que deban ser sacrificados. Para entenderlo solo hay que descubrir dónde se producen guerras y quiénes las financian, qué países son catalogados como malditos, aunque nunca hayan amenazado a nadie, si no es que sean amenazados. Curiosamente solo hay guerra en los países que no producen armas.
Otros países intentan ser acosados, pero por su tamaño y por su capacidad de resistencia son aparentemente olvidados (curiosamente esos países fabrican armas); no obstante, el sistema los agrede verbalmente de manera permanente o económica, con aranceles o con penalizaciones.
El sistema no puede permitir, especialmente en lo que respecta a la influencia norteamericana, que un país abandone el dólar como divisa de intercambio, ya que sería un mal ejemplo y el inicio de la ruina norteamericana, que arrastra un déficit exterior monstruoso. Los países que osan poner en duda la preponderancia económica del monstruo, cambian de régimen de manera poco ortodoxa, generalmente con golpes de estado o siendo directamente invadidos.
El sistema se vende en formato de democracia absolutamente prostituida y vigilada, alternando el populismo patriotero, los nacionalismos o, si se tercia, el fascismo: Hungría y la actual Ucrania por ejemplo. Lo que el sistema no puede es permitir la subida al poder de un gobierno que pretenda controlar la economía, regulándola a la medida de la necesidad del país sin hacer caso al gran consejo de administración mundial que mueve los hilos.

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A la derecha española, la real, no esa que babea cada vez que uno de sus estúpidos cabecillas habla de patria, no le importa lo más mínimo la independencia catalana. Sabe perfectamente que nada cambiará, que todo seguirá su curso aunque Catalunya se independice. La derecha necesita gobernar, da lo mismo bajo qué bandera. Es mil veces preferible una Catalunya independiente gobernada por un mesías seudonacionalista, que una Catalunya dentro o fuera de España gobernada por un partido genuinamente socialista, al que acusan de populista y de antisistema. Es preferible porque el sistema ya se ha repartido el botín, ahora en forma de agua potable, de los combustibles, de la sanidad, de la cultura, de la tierra y de la educación; y más adelante lo hará con el aire, con el mar y con cualquier pequeña empresa que demuestre independencia económica. El ciudadano no debe descubrir que en un sistema regulado por él mismo, es decir a través del Estado, puede vivir con más libertad y comodidad.

Lo que hemos estado viendo estos días, el procesamiento de unos dirigentes, anteriormente despojados del poder por las urnas, elevados al estado de semidioses por una ciudadanía convenientemente azuzada, y vitoreados en una comitiva bien orquestada y organizada, es puro teatro. 
Se trata simplemente de elevar al altar político a los presuntos defensores de su país, los nuevos mártires del nacionalismo, para mantenerlos en el poder.
Y el gran teatro judicial montado por el gobierno central, es también el medio para enquistarse en el poder, tras haber espantado a una ciudadanía con pocas luces democráticas o ninguna, aparentando una firmeza autoritaria casi de espantapájaros.

Patriotismo es aquello por lo que se defiende el bienestar de sus semejantes. Los patriotas pueden ser del mundo o de su pequeño pueblo, dependiendo de la visión que tengan del mundo, de lo vivido y de lo sentido durante su vida.
El patriota nunca venderá los recursos, la sanidad o la educación de la totalidad de su pueblo, aún menos a una corporación extraña a él.

Nacionalismo es aquello por lo que se defiende la diferencia con el resto del mundo que nos rodea, aunque no la haya. El nacionalista empatiza más con un vecino, con el que solo le une su idioma y cómo viste y come, que con un ser humano de su misma ideología y personalidad, pero de un país lejano.

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