Para desarrollar una política económica igualitaria, en
que la inmensa mayoría disponga de los recursos mínimos para vivir dignamente,
primero deberíamos determinar en qué consisten esos recursos: televisión,
internet, ordenador, teléfono, un utilitario, un hogar en condiciones, alimento
y medios para disfrutar un mínimo de ocio o una vida social sana. Además tendríamos
que añadir los servicios públicos necesarios, para desarrollar nuestras
capacidades sin ningún contratiempo: educación, sanidad, transporte, pensiones,
electricidad, gas y agua; incluso el coste de nuestro futuro sepelio.
La economía de un país es muy parecida a la de una empresa, primero hay que
plantear un presupuesto y estudiar cómo y hasta qué punto se le puede hacer
frente; y nuestra sociedad, para cubrir sus necesidades se nutre exclusivamente de los impuestos
y del crecimiento.
Cada día queremos vivir mejor, que nuestro coche sea más confortable y seguro
que el anterior, un ordenador más complejo y potente, aumentar nuestra
esperanza de vida y la calidad de nuestra enseñanza. Para conseguirlo
necesitamos crecer y endeudarnos o crear inflación, que es buena en tanto promueve
el crecimiento. Pero lo más importante es sin duda el sistema
impositivo.
Los impuestos
provienen del beneficio adquirido por el
trabajo y el comercio de la sociedad, y para que el sistema funcione
deben ser
justos e igualitarios en proporción a esos beneficios. Cada grupo o
clase
social debe participar en su justa proporción, de manera que nadie se
sienta
estafado. Es tan importante que el proletario pague por los réditos de
su
trabajo, como el empresario por el beneficio obtenido. Es indispensable
que
ninguno de los dos se crea perjudicado, ya que automáticamente perdería
interés
por crear más riqueza. Además, si hacemos que un grupo social pague más
que otro, estamos menguando su poder económico en proporción al
resto, de modo que terminará empobreciéndose hasta no poder pagar. Eso
es lo
que ahora mismo está sucediendo en nuestro país, por cierto en una
intensidad y
rapidez desconocidas hasta el momento, en relación a la historia
económica
moderna.
No pretendemos caer en la trampa de hablar en exceso de porcentajes y coeficientes,
tampoco hace falta. El Estado español recauda poco, relativamente poco. Si
analizamos de dónde provienen los ingresos del Estado central descubrimos que
el 43% se extrae de las rentas, o sea de los impuestos directos sobre las
personas, y que el 85% de lo recaudado es por el trabajo. Es decir, el 36% de
los impuestos provienen directamente de los salarios, mientras las empresas
aportan el 13% y el IVA el 22%. El resto de los tributos son para el
mantenimiento autonómico y local. Los asalariados además no tienen ninguna
escapatoria, sus entradas están controladas por el fisco a través de los bancos,
mientras las empresas pueden permitirse distraer o defraudar parte de sus
beneficios, ya que no existe ningún control especial que lo impida. Por otro
lado las empresas disponen de un montón de artificios fiscales, hechos a
propósito por cierto, que les permiten desviar fondos o desgravar parte de sus
beneficios, tan complicados que solo las más grandes con potentes
asesorías pueden permitírselo.
Partiendo de la base de la equidad, en España teóricamente paga el que más gana
o tiene; sin embargo, si estudiamos el sistema impositivo español descubriremos
que tributa más el trabajo que las rentas. Por ejemplo, el máximo gravamen
sobre el beneficio obtenido por el ahorro, inversiones o edificaciones es de
27%, mientras el del trabajo puede llegar al 52%.
Antes del estallido de la burbuja, era más sencillo y barato conseguir un
crédito hipotecario que uno para el desarrollo de una empresa. A eso hay que
añadirle las ventajas fiscales a las que pueden acogerse los compradores de
edificios o contratantes de pensiones. Las estadísticas tributarias muestran
que a mayor renta, más grande es la desgravación que se consigue. Se calcula
que esa diferencia provoca cerca de 40.000 millones anuales de pérdida al
Estado.
También podemos hablar de las SICAV, principalmente dedicadas a la gran
inversión inmobiliaria, que solo tributan el 1% de su inversión convirtiéndose
en un insulto y una burla al resto de los contribuyentes. Creer que esas
grandes fortunas, curiosamente en manos de los más patrioteros, huirían del
país es una falacia. Existen maneras de evitarlo, algunas, ciertamente,
bastante agresivas económicamente para el presunto patriota. Dichas fortunas tienen
además la tendencia de invertir sus beneficios en otros lugares, como
latifundios en Argentina o Brasil, o directamente en forma de capital en
Luxemburgo o las islas del canal.
Si además comparamos las deducciones y el gravamen de las grandes empresas con
las PYMES, nos encontramos que las primeras, gracias a su ingeniería de
inversión y los tipos de gravamen, no pagan más del 13% de sus beneficios,
mientras las segundas el 30%. Dicho esto podemos asegurar que, a
grandes rasgos, el 20% de la población acapara el 80% del capital y paga el 15%
de lo que se recauda.
Pero, como antes decía, eso todo el mundo lo sabe, al
menos el que se interesa y prefiere indagar antes que preguntar. Y no hace
falta ser muy listo para entenderlo, el mismo Estado nos lo recuerda
constantemente cuando publica sus cifras.
Por supuesto, eso es el resultado de un pacto entre caballeros y discutido, en
gran parte en el parlamento, por los delegados que han elegido para representarlos.
Personalmente lo que más me sorprende y hasta divierte, es ver cómo unas
personas capaces de revisar la cuenta del restaurante, en una salida dominical
con la familia, y discutir con el camarero el precio de una botella de vino o
de un servicio que no utiliza, aceptan, a través de ese pacto entre caballeros,
que le birlen unos cuantos miles de euros al año, y que lo celebren cada
cuatro años, cuando sus birladores les muestran un pedazo de tela tintado en la
China, símbolo de un imperio crepuscular y conseguido a costa de sangre, ruina,
guerras y desgracias.
Algo debe pasar, me pregunto, para que una mayoría no solo lo consienta sino
que se regocije por ello. Lo natural es que el 4 o el 5% de la población haya
elegido este camino, básicamente por salir directamente beneficiada: grandes
empresarios, terratenientes y sus familias. Luego podemos añadir otro 10% por
simpatía o clientelismo, dígase alto funcionariado, enchufismo, policía
política. Tirando alto podríamos llegar al 16 o 17%, pero nunca al 35 o 40%,
que es lo que sucede, más otro 30 0 35% que no le importa.
¿A qué puede deberse semejante aberración?
¿A la estupidez, quizá?
Es evidente que la incultura tiene algo que ver, pero no siempre. Eso podemos
apreciarlo a medida que geográficamente nos alejamos del analfabetismo
funcional, pero no nos llevemos a engaño, todos conocemos multitud de gente
culta, que en el momento de elegir confía más en los que le roban, antes que
informarse de otros.
Entonces, ¿qué le pasa por la cabeza a esa gente para elegir al peor aun
sabiéndolo?
Confieso que no lo sé. Quizá un psicoterapeuta podría explicarlo. Tal vez
proceda de un complejo de inferioridad, de falta de autoestima. Los psicólogos
tienden a achacar todos los males que aquejan al ser humano a cosas parecidas.
La necesidad de un líder quizá tenga mucho que ver en eso.
Nadie puede esperar que un partido de derechas mantenga
una política popular o socialmente avanzada. Solo un deficiente podría esperar
algo así, y lo cierto es que no hay tantos, de modo que el voto a la actual
derecha española solo puede achacarse a que una mayoría del país espera
enriquecerse a través de ella. Definitivamente debemos entender que una mayoría
del país es muy de derechas, por mucho que se defina indiferente, de izquierdas
o de centroizquierda. Y que aspira a llegar al bienestar a través de pocos
impuestos, de la explotación de su clase social, del paulatino desmantelamiento
de la economía social y de la privatización de los servicios públicos.
En una crisis como la actual, en que el país debe rebajar
sus expectativas, lo queramos o no se crea una confrontación de clases. Todas
pretenden llevarse la parte del poco pastel que queda, visceralmente en nuestro
particular caso, sin pensar que asfixiar al contrario conlleva la ruina de
todos, permanente además.
Para hacer frente una crisis con una mínima esperanza de
éxito, solo cabe la cooperación, tras analizar cómo se ha llegado a esa
situación y eliminar o corregir sus causantes. En nuestro caso da lo mismo lo que
piense la gente, pierde todo el mundo. El que menos con la devaluación de sus
activos y de las rentas que producen. El que más con el paro o un trabajo
pobremente remunerado. Y no solo es eso sino que tanto uno como otro creen
que el culpable es el otro.
La mentalidad de la derecha española está anclada en el siglo XVII, no puede
asumir que un trabajador pueda marchar de vacaciones con tanta facilidad,
además a Bangkok. No concibe que pueda comprarse un BMW y construirse una casita
en la playa. No puede y con razón. El problema es que ha sido él quien, con su
ansia de especular, lo ha provocado. Como igual de ilógico es que una clase alta
haya atesorado tanta fortuna.
Y no tiene sentido que un tendero pueda mandar a sus dos
hijos a una Universidad americana, les compre un coche a cada uno, se construya
una mansión en la montaña y pueda permitirse un viaje de lujo cada año. Con su
productividad no es lógico y solo tiene una posible explicación: no participa
de los gastos de la comunidad, del asfalto de su calle, del alumbrado, del
transporte público, de la sanidad, ni siquiera de la educación. Ahora, este
mismo tendero no puede hacer frente a los gastos, sus proveedores no cobran a
tiempo, necesita crédito y ya no puede pagar al contado, de modo que ya no lo
hace sin IVA. Los gastos se lo comen y su margen ha caído, cerca de su comercio
una cadena ha montado una gran tienda y, perplejo, ve como la clientela ha
dejado de entrar en la suya, aunque su producto siga siendo competitivo y de
mejor calidad. La gente, dice, no es solidaria, se mueve por modas, es
visceral. No recuerda aquel tiempo en que apenas pagaba impuestos, mientras se
quejaba de esos funcionarios que no trabajan, prepotentes y déspotas.
Muchos me preguntan qué hay que hacer para salir de la
crisis.
¿Qué crisis? Pregunto
¿Qué es crisis para ti?
¿No poder vivir como antes? ¿No encontrar trabajo? ¿Ganar
menos de lo necesario trabajando ocho horas al día?
Dependiendo lo que respondas podré darte una respuesta,
porque, es cierto, la hay; el problema es que quizá no sea de tu agrado.
El gran capital, el más grande, puede migrar a sitios
donde renta más, países en crecimiento y con capacidad para especular. El
mediano, al que todos creemos muy grande, apenas puede moverse de su
territorio. Quizá adquiera tierra puntualmente en algún país a su medida, una
casa o una delegación de su negocio. El pequeño no puede, es la clase media y,
por muy libre que se sienta, vive preso en su territorio defendiendo como puede
su renta. Y es que en realidad ya no puede considerarse clase media sino baja.
Lucha por mantener su estatus, pero no contra el capital mediano o el más
elevado sino contra la que considera clase baja, simplemente porque es parte de
ella. Compite por su salario y discute los impuestos, pretende quedarse una
parte y cuando no puede se queja amargamente de los inmigrantes, esos que
instalan negocios, según él a costa de sus impuestos. Lo hace porque ha
descubierto que sus ganancias son iguales o inferiores a las de un simple
asalariado, cuando es el que más arriesga.
Un tendero apenas puede aspirar a un salario digno, solo con una cadena de
tiendas podría y con millones invertidos; sin embargo, cree que si supiera
invertir en bolsa ganaría mucho más. Pero ese es un negocio acotado a esos que
el vota, que con sus corruptelas lo arruinan y manipulan.
La clase media, sin embargo, sabe que su enemigo no es el que combate sino el
de más arriba. Lo único que le frena es el miedo, no se atreve a enfrentarlo
porque lo sabe poderoso. Y tampoco cuenta que esa clase de mediano capital ha
perdido gran parte de sus ganancias. Para mantenerlas debe corromper y
arriesgar más que antes. Su hacienda ha perdido valor, sus empresas ya no ganan
tanto y su cartera bursátil ha caído a la mitad. Ha tenido que bajar el precio
de sus productos, mientras las materias primas que emplea han subido. Los
mercados emergentes crecen y necesitan más, pero no su producto terminado, más
caro y de calidad parecida. Y, perplejo, lee en esos periódicos que se
autodenominan progresistas, que los de su clase cada día ganan más dinero. Y se
pregunta cómo es posible si no conoce nadie tan afortunado. No se ha parado
a pensar que ya no es clase muy alta sino que ha bajado un peldaño. Ahora se ha
convertido en media, aunque siga con las ínfulas de la alta. No le queda tiempo
de jugar a tenis por las tardes ni al golf. La ansiedad que le provoca la lucha
diaria, con abogados, gestores, sindicatos y bancos, no le deja respirar.
¿Qué solución cabe?
Entre los que defienden el liberalismo existe una
tendencia qua aboga por la desaparición del Estado, al menos en su vertiente
económica y social. Eso, como la historia se ha cansado de demostrar, es
imposible, la misma naturaleza humana lo impide porque es hormiguero, o sea
Estado.
La sociedad debe entender que hay una cantidad de
obligaciones o servicios que no puede obviar por su misma naturaleza y, por tal,
tampoco puede entregar a la propiedad privada.
El hecho de vivir en un hormiguero hace que algunos servicios sean de obligado
cumplimiento. A nadie le gusta ver morir a su vecino por falta de ayuda, que no
pueda encontrar trabajo por no disponer de transporte público, quedarse sin
electricidad, gas, teléfono…
Ninguno de esos servicios vitales puede estar en manos de
un solo grupo de individuos. El sentido común dice que lo de interés de todos
no puede ser ni depender de unos pocos, sino que ha de ser de todos y
gestionado por todos. Lo innecesario, que solo afecta al confort y al lujo, o
al interés general pero sin extrema necesidad, debe dejarse en manos de los
individuos que lo idean y producen.
Un tren necesita creatividad y habilidad, la
competitividad para crearlo y producirlo es vital para su mejor desarrollo o,
incluso para la adaptación a un territorio determinado; sin embargo, el
servicio que ofrece es absolutamente público y se ha convertido en una
necesidad, por tanto los caminos por donde va y la gestión de su servicio son
de la sociedad. Un avión es el producto de la creatividad y de la industria,
pero el aire es de todos y los lugares en los que debe aterrizar. Un aparato de
resonancia magnética es el producto de una idea y de una empresa, sin embargo,
su utilidad es social y debe ser de la sociedad.
La pregunta que ahora mismo algunos nos hacemos es,
¿cuáles son los servicios mínimos que el Estado debe asegurar? y ¿cómo y a
quién debe garantizarlos?
Aclarado que los imposibilitados por el infortunio
tendrán su vida cubierta, ¿qué hacemos con los que no desean aportar nada a la
sociedad? ¿Con el que no llega a la preparación mínima necesaria? ¿Hasta qué
punto debe el Estado garantizar un trabajo a quien lo busca para sobrevivir?
Todo eso es lo que nos debemos preguntar y responder y, en caso que decidamos
cubrir las necesidades de todo el mundo, cómo hacerlo a costa del trabajo del
inteligente y del productivo, sin que esos se sientan estafados y sigan dando
lo mejor de sí mismos.
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