domingo, 8 de octubre de 2017

CRÓNICA DE UNA JORNADA, EL UNO DE OCTUBRE

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SINFILTROS, EL UNO DE OCTUBRE EN BARCELONA



Me levanto pronto para ir a votar. Imagino que seré de los primeros, aun sabiendo que muchos han pasado la noche en vela en el interior del colegio, mientras que otros están desde la cinco de la mañana en la puerta, por si lo han de defender.
En principio deberían abrir a las nueve, pero tal como está el operativo policial mejor no hacer cálculos. Sé que las papeletas y las urnas han llegado escondidas entre ropa y comida, y también que los sistemas informáticos están a punto.
Llego a las ocho y media con mi compañera, un poco mareada todavía por la reciente intervención en la base del cráneo, pensando que encontraré algo de cola, ya que por mi calle, una de las muchas que llevan al colegio, ya somos unos cuántos. Sin embargo, lo que veo me sobrecoge: una gran cantidad de personas agrupadas en la puerta, preparada para defenderla ante cualquier eventualidad, son vecinos y vecinas de todo el barrio. Algunos los conozco solo de vista, a otros más, que saludo como puedo y de lejos.
Del barullo salen dos inmensas y nutridas colas que se pierden en ambas esquinas, No son colas de personas en fila sino de dos o tres de ancho. Algunos niños, pocos, seguramente porque sus padres no sabían con quién dejarlos. Veo familias enteras, de abuelos, hijos y nietos; y grupos de amigos, que evidentemente han quedado para hacerse compañía.

Me sitúo en el final de una de las colas, que en pocos minutos se alarga tras mío. Frente a mi hay un grupo de amigas, una de ellas funcionaria, que hace de informante entre la cabecera y nosotros. Tras mío una joven pareja con dos mellizos en un cochecito. En un cuarto de hora la cola ya da la vuelta a la siguiente esquina y el colegio todavía no ha abierto las puertas. Un coche de los mossos pasa por delante. Sus ocupantes ni siquiera miran.
Al poco de abrir un mensajero de la organización da una vuelta para explicar que los ancianos, los impelidos y los que llevan niños pequeños, pueden adelantarse con un acompañante.
Mi compañera reconoce que no podrá aguantar y a los pocos minutos se acerca a la cabecera. Yo, sin embargo, me quedo en la cola. Es mi obligación para poder informar en todo momento a mis compañeros repartidos por todo el país, y estar informado para dar cuenta de la situación a la gente que quiere votar.
Y pronto veo como algunos ancianos y vecinos en silla de ruedas van pasando por delante, muchos menos de los que cabría esperar. Empieza a llover y mis compañeros me avisan por Telegram que la policía ya ha cargado en un colegio. Me vuelvo a la pareja y les digo que pasen, que no se corten. No quiero alarmar a nadie antes de tiempo, pero me preocupan los mellizos. Ellos dicen que no, igual que muchos otros, ancianos incluidos, que aguantan estoicamente. Salgo de mi sitio para dar una vuelta por toda la cola. Muchos me miran a los ojos y sonríen, algunos levantan la mano tímidamente, es una manera discreta de decirme que me han reconocido. De un grupo de chicos y chicas sale una voz que grita ¡Pirata!, levantando las manos con las palmas abiertas moviendo las muñecas; es el símbolo del 15M, un momento que por su edad ellos ni estaban. Les sonrío y respondo con el mismo gesto, y la gente aplaude instintivamente. Sigo andando y un matrimonio de mi edad que no conozco grita: ¡Pirata! ¿Estáis pirateando no? ¡Seguid así! Y no puedo más que acercarme y responder al saludo y la pregunta. Me seco los ojos, estoy llorando, quizá por vez primera en muchos años.
Sigo la ronda, alguno me observa con desconfianza, quizá pensando que soy un informante; no obstante, cuando ve que alguien de la cola me saluda, se tranquiliza. Veo que las dos colas se encuentran a medio camino cruzándose por la cantidad de gente que hay, calculo que más de mil personas, muchas más. Llego a la cabecera y entro en su grupo para saber cómo va, y asombrado descubro que casi todos los concentrados me conocen, algunos incluso me llaman por mi nombre. No sé quienes son. Al otro lado, apostados en la acera y entre los que toman fotos para la posteridad, creo distinguir a dos policías infiltrados. A nadie parece importarle.

Por Telegram me dicen que veinte furgones se acercan al barrio. Vuelvo a mi sitio de la cola y lo digo en voz alta, luego me vuelvo a la pareja con los niños y les digo que intenten entrar ahora, que aún pueden. Ellos se niegan, prefieren turnarse, el padre se va con los niños, mientras la mujer se queda a mi lado. Explico que ya hay los primeros heridos y nadie se inmuta. Creo que el más preocupado soy yo. Nadie hace el gesto de marchar, ni siquiera cuando enseño las fotos. Solo oigo quejas por la lluvia que ya empieza a arreciar. Un mensajero de la entrada avisa que la policía ha cargado y entrado en Can Vilumara, por si alguien quiere irse. Nadie se va, al contrario, algunos responden que si necesitan ayuda que avisen de algún modo. De los colegios atacados me llega nota que la policía ha tenido que marchar, eso sí, dejando muchos contusionados y algún herido. Recibo la foto de una chica votando con el cuerpo magullado y la cara llena de heridas. Entonces me doy cuenta que a esta gente no le podemos fallar y que los fascistas han perdido la batalla de Catalunya, al menos la primera.

Tras tres horas de cola al final consigo votar, en blanco tal como obliga mi modo de pensar. Doy otra vuelta, parando de vez en cuando para dar ánimos o hablar un rato con los que me saludan sin timidez. Y sigue llegando gente, esta vez sabiendo el riesgo que va a correr, ya que empiezan a llegar noticias de todos los colegios atacados con fotos de personas heridas. La represión ya es pública y está dando la vuelta por todo el mundo. Llueve mucho más, pero nadie cede ni se queja. El agua se desliza libremente en grandes chorretones por las cabezas y los hombros de la gente que hace cola. Muchos no podrán votar, lo intuyen, pero no por ello abandonan su lugar.

Llego a casa, almuerzo con mi compañera y después leo los mensajes que me van llegado de todos los sitios. En muchas poblaciones no se ha podido votar. La policía ha arrasado, llevándose incluso juguetes y libros de las escuelas. En otras han reventado las puertas de la escuela o incluso las dependencias municipales. Amigos de la infancia y familiares me dicen que no han podido votar, uno de ellos lo ha intentado hasta cuatro veces.
Al día siguiente me hablan de tres millones de DNIs registrados, es decir más de la mitad del censo, una proeza dadas las circunstancias. Si extrapolo el porcentaje de mis conocidos que no han podido hacerlo, calculo que es entre un 10 y un 20%. Impresiona, porque demuestra que mucha gente del No o en Blanco como yo, que se decidió a última hora al ver la represión, lo ha intentado sin haberlo conseguido.

Pase lo que pase y piense lo que piense, ahora estoy convencido que la mayoría de este país, sea separatista o no, se siente prisionera de España; que seguramente llevará tiempo y esfuerzo, pero que muchas plazas y calles llevarán el nombre de Uno de Octubre, y que se levantarán monumentos en honor a la gente que este día dio la cara.


Esa es la crónica de un pirata descreído de banderas y de fronteras, que seguramente ha ayudado, no a crear una, como podría parecer, sino a destruir unas cuantas.


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