viernes, 4 de febrero de 2011

EN EL CAFÉ - 4

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                                                       CAPÍTULO IV



César. – Me gusta razonar con usted. Tiene una manera de presentar las cosas que parece tener razón... y no digo que se equivoque en todo.
En el actual orden social hay ciertamente absurdos reales o aparentes. Por ejemplo, una cosa imposible de entender es la aduana. Mientras que la gente muere de hambre o de pelagra por no tener pan bueno y abundante, el gobierno dificulta la recepción del grano de América, que tiene más del que necesita y desea vendérnoslo. Es como uno que, teniendo hambre, rehusara comer. Sin embargo...

Jorge. – Sí, pero el gobierno no tiene hambre; y tampoco la tienen los propietarios del grano de Italia, en interés de los cuales, el gobierno decreta derechos de entrada sobre el trigo. Si decidiesen los que tienen hambre, nadie rehusaría la importación del grano.

César. – Lo sé, y comprendo que con esos argumentos logre usted abrirse camino entre el pueblo, que ve las cosas en conjunto y por un solo lado. Pero, a fin de no engañarse, es necesario examinar todos los aspectos de la cuestión y yo me preparaba a hacerlo cuando me interrumpió.
Es verdad que el interés de los propietarios influye mucho en la imposición de las tarifas de entrada. Pero, por otra parte, si las fronteras fuesen abiertas, los americanos que pueden producir grano y carne en mejores condiciones que nosotros, acabarían por abastecer completamente nuestro mercado; y entonces, ¿qué harían nuestros campesinos? Los propietarios se arruinarían, pero los trabajadores aún estarían peor. El pan podría venderse a cinco céntimos el kilo, pero si no hubiera manera de ganar esos cinco céntimos, la gente moriría de hambre igual que antes. Por otro lado, los americanos, más o menos barata, querrían cobrar su mercancía; y si en Italia no se produjese, ¿con qué se pagaría?
Me dirá que en Italia se podrían cultivar productos más adecuados para su suelo y su clima y cambiarlos con los de otras países: el vino, por ejemplo, las naranjas, las flores… Pero, ¿y si esas cosas que nosotros podemos producir a buen precio, no las quieren los demás porque no las utilizan o las hacen ellos mismos? Sin contar que, para transformar el cultivo se necesita capital, conocimientos y, sobre todo, tiempo, ¿entretanto qué comemos?

Jorge. – ¡Perfecto! Ha puesto usted el dedo en la llaga. El libre cambio no puede resolver la miseria, como no puede resolverla el proteccionismo. El libre cambio favorece a los consumidores y perjudica a los productores, y, viceversa, el proteccionismo favorece a los productores y perjudica a los consumidores, de modo que para los trabajadores, que son al mismo tiempo productores y consumidores, es lo mismo y siempre lo será hasta que sea abolido el sistema capitalista.
Si los obreros trabajasen por su cuenta y no para beneficio de los patrones, toda región podría producir lo suficiente para sus necesidades y después no tendría más que ponerse de acuerdo con los otros países para distribuir el trabajo de producción según la calidad del suelo, el clima, la facilidad para tener materias primas, las costumbres de los habitantes, etc.; de manera que todos los hombres podrían tener el máximo de disfrute con el mínimo de esfuerzo.

César. – Sí, pero eso no es más que una utopía.

Jorge. – Lo será ahora, pero cuando el pueblo haya comprendido que así se puede vivir mejor, se transformará en realidad. No hay más obstáculo que el egoísmo de los unos y la ignorancia de los otros.

César. – Hay muchos obstáculos, amigo mío. Usted cree que una vez expulsados los patrones, se nadaría en la opulencia…

Jorge. – No digo eso. Al contrario, pienso que para salir del estado de penuria en que nos mantiene el capitalismo, y para organizar la producción de modo que satisfaga ampliamente las necesidades de todos, será preciso trabajar mucho; pero no es la voluntad de trabajar la que falta al pueblo, es la posibilidad. Nosotros nos lamentamos del sistema actual, no tanto porque nos toca mantener a los ociosos en el confort, aunque eso no nos plazca, como porque son los ociosos los que regulan el trabajo y nos impiden trabajar en buenas condiciones y producir lo suficiente para todos.

César. – Usted exagera. Es verdad que a menudo los propietarios no hacen trabajar para así especular sobre la escasez de los productos, pero aún lo es más porque carecen de capitales.
La tierra y las materias primas no bastan para producir. Necesitamos, usted lo sabe, instrumentos, máquinas, locales, medios para pagar a los obreros mientras trabajan, es decir: capital; y eso solo se consigue con el tiempo. ¡Cuántas empresas no pasan de ser un proyecto y fracasan, por falta de capitales! Figúrese si además y como usted desea, viniera una revolución. Con la destrucción del capital y el gran desorden que se generaría, solo conseguiría más miseria.

Jorge. – Ese es otro error u otra mentira de los defensores del orden presente: la falta de capital. El capital puede faltar a cualquier empresa a causa del acaparamiento hecho por otros, si lo suma, encontrará que hay gran cantidad de capital inactivo, lo mismo que hay gran cantidad de tierras incultas.
¿No ve cuántas máquinas se herrumbran, cuántas fábricas permanecen cerradas, cuántas casas están despobladas o poco habitadas, mientras la mayoría no encuentra casa y los albañiles no encuentran trabajo?
Se necesita alimento para los obreros mientras trabajan; pero también deben comer aunque estén desocupados. Comen poco y mal, pero quedan con vida y dispuestos a trabajar, en cuanto un patrón tiene necesidad de ellos. Por lo tanto, no es porque faltan los medios para vivir, por lo que los obreros no trabajan. Si pudiesen trabajar por su cuenta, aceptarían también -si fuese verdaderamente necesario- el trabajo viviendo como viven estando desocupados, porque sabrían que con aquel sacrificio temporal saldrían definitivamente del estado de miseria y de opresión.
Figúrese, las veces que un terremoto destruye una ciudad, arruina una comarca entera. Y en poco tiempo la primera se reconstruye más bella que antes y en la segunda no queda ni rastro del desastre. Curioso que entonces los propietarios y los capitalistas encuentren los medios para reconstruirlo todo en un abrir y cerrar de ojos, en el mismo lugar donde no había dinero para construir una casa para los obreros.
En cuanto a la posible ruina que provocaría la revolución, es de esperar que el pueblo no quiera destruir lo que pasaría a ser de su propiedad. De cualquier modo tampoco sería peor que lo acontecido por un terremoto.
En principio no deberían existir impedimentos para conseguir el objetivo, excepto dos, que sin superarlos sería imposible continuar: la inconsciencia del pueblo y los carabineros; pero


Ambrosio. – Usted habla de capitales, de trabajo, de producción, de consumo, etc., sin embargo, de derecho, de justicia, de moral y de religión nunca dice nada.
Buscar la mejor manera de utilizar la tierra y el capital es muy importante; pero
Aún lo son más las cuestiones morales. El ideal es que todo el mundo viva bien; pero si para alcanzar esa utopía hubiera de renegar de los principios del derecho, sobre los cuales debe fundamentarse toda sociedad civil; entonces prefiero mil veces mantener la actual injusticia. Y además, piense que debe haber una voluntad suprema que lo regule todo.
El mundo no se ha hecho por sí mismo y debe haber un más allá, no digo Dios, paraíso, infierno, porque usted es incapaz de creer en eso, pero debe haber algo que explique todo y en el cual las aparentes injusticias de aquí abajo encuentren su compensación. ¿Cree usted que puede violar la armonía del universo? Nadie puede y no tenemos más remedio que aceptar lo establecido.
Termine de una vez por todas, de sobornar las masas, de suscitar quiméricas esperanzas en el alma de los desheredados, de aventar las brasas. ¿Es que quiere destruir la civilización heredada de nuestros ascendientes, mediante una revolución social?
Si quiere hacer buena obra, si quiere aliviar en lo posible el sufrimiento de los míseros, dígales que se resignen con su propia suerte; pues la verdadera felicidad está en contentarse. Por otra parte, cada cual debe llevar su cruz; todas las clases sociales tienen sus tribulaciones y sus obligaciones, y no siempre los más felices son los que viven en la opulencia.


Jorge. – Vamos, honorable magistrado, deje a un lado las declamaciones sobre los “grandes principios” y las indignaciones convencionales; no estamos en el tribunal y en este momento no tiene que pronunciar sentencia alguna contra mí.
¡Como se adivina, al oírle hablar, que usted no está entre los desheredados! Y es tan útil la resignación de los míseros para quienes viven a su costa.
Ante todo, déjese, le ruego, de argumentos trascendentales y religiosos, en los cuales ni usted mismo cree. De los misterios del universo no sé nada y usted no sabe más que yo; por eso es inútil traerlos a discusión. Por otra parte, considere que la creencia en un dios creador y padre de los hombres no sería una buena arma para usted. Si los sacerdotes, que siempre han estado y están al servicio de los señores, deslegitiman el deber de los pobres de resignarse a su suerte, otros podrían legitimar (y en el curso de la historia hay quien lo ha hecho) el derecho a la justicia y a la igualdad. Si Dios es nuestro padre común, todos nosotros somos hermanos. Y Dios no puede querer que algunos de sus hijos exploten y martiricen a los otros; y los ricos, los dominadores, serían los Caínes malditos por el padre. Pero dejemos eso.


Ambrosio. – Bien, dejemos la religión, porque con usted sería inútil hablar de ella.
Pero supongo que admite la existencia de un derecho y una moral por encima de todo.


Jorge. – Escuche, si fuese verdad que el derecho, la justicia, la moral, exigieran y consagraran la opresión y la infelicidad, aunque fuera de un solo ser humano, le diría de inmediato que derecho, justicia, moral, no son más que mentira, arma infames forjadas para la defensa de los privilegiados; y tales han sido cuando se entienden como usted las entiende.
El derecho, la justicia y la moral deben procurar el máximo bienestar de todos, de otro modo son sinónimos de prepotencia y de injusticia. Y es tan cierto que este concepto responde a la necesidad de la existencia y del desarrollo de la sociedad, que se ha formado y persiste en la conciencia humana y va adquiriendo cada vez más fuerza, a pesar de todos los esfuerzos en contra, de aquéllos que hasta ahora gobernaron el mundo.
Usted mismo no puede defender, mas que con pobres sofismas, las presentes instituciones con los principios de la moral y de la justicia como usted los entiende cuando habla abstractamente.


Ambrosio. – Ciertamente, usted muy presuntuoso. No le basta negar, como me parece que hace, el derecho de la propiedad; sino que también pretende que nosotros somos incapaces de defenderlo con nuestros propios principios.


Jorge. – Justamente. Y si quiere se lo demostraré la próxima vez.

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