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En 1934 Irving Fisher inventó la palabra reflación para explicar
un modelo de inflación basado en el incremento de la masa monetaria
en circulación, sea directamente por la fabricación de dinero o
mediante agresivas reducciones de impuestos. Para Fisher el uso de la
reflación estaba condicionada para combatir periodos de recesión
económica. De hecho el artículo en el que creó el término,
Reflation and Stabilization,
estaba condicionado por la gran recesión de 1929 y la manera con que
fue combatida. No obstante, hemos de entender que Fisher, al menos a
mi modo de ver, fue más matemático que economista, por lo cual más
de un colega lo trata como economista matemático o científico; y no
olvidemos que para desarrollar
la ciencia económica las
formulaciones matemáticas son muy necesarias, pero solo
son una parte de ella.
Para
desgracia de los creadores del New Deal el resultado no fue el
esperado, aunque tampoco podemos achacarles su fracaso, ya que lo que
en los EEUU podríamos llamar derecha, forzó
que no se llevara a cabo de la manera que fue concebido. Por lo cual
nunca sabremos si el New Deal era acertado, ni siquiera si Keynes
tenía razón con su política
intervencionista, dado que por mucho caso que se le hiciera, los
gobiernos nunca terminaron de poner en práctica sus postulados.
La crisis del 29 terminó,
cómo no, tras el estallido de la segunda guerra. Antes, por
mucho New Deal que hubiera,
el paro
era el rey.
Contrariamente
a lo que pueda imaginarse, la reflación no es un invento de la
sociedad moderna, ya en
la antigua Roma los sucesivos gobiernos, o
mejor decir emperadores, la
practicaron dependiendo de la
necesidad.
En Roma el denario era,
podríamos decir, la moneda oficial
(la palabra dinero proviene de él), que en tiempos de la república
era de plata pura. El emperador Augusto, a falta de dinero, devaluó
la moneda aproximadamente un 5%, creando indirectamente lo que hoy
llamamos reflación, es decir
una inflación provocada artificialmente
por la emisión de dinero sin un soporte productivo.
Con los años el denario fue devaluándose progresiva y
lentamente hasta un 20%, pero Caracalla en solo un año lo devaluó
un 25%, básicamente para
construir sus termas y su palacio.
Un
siglo y medio antes de la caída del imperio,
la moneda se devaluó un
1000% y ya no servía para
nada, carecía de valor y la gente comerciaba intercambiando
productos o creando monedas locales. El imperio romano había
entrado de lleno en
la edad media y si no se hundió antes es porque los mal llamados
bárbaros carecían de aliciente, porque eran los únicos
que de él cobraban en
oro. Es decir, que habían descubierto el metal refugio.
De
la reflación dejó de hablarse durante bastante tiempo, aunque fue
utilizada profusamente por todos
los estados, con repetidas y sonadas bancarrotas.
La misma
dictadura franquista la utilizó periódicamente
y de manera inteligente,
con
cortos periodos de reajuste o enfriamiento económico.
En
el 2015 muchos economistas ya alertaron que podía producirse un
fenómeno inflacionario en los
EEUU y parte de Europa,
principalmente en España, producto de la gran liquidez inyectada en
el sistema, para
evitar el colapso creado por la burbuja de las subprime.
No fue así, no por falta de interés de los gobiernos, que siempre
creyeron que podrían controlarlo, sino porque la banca que
distribuía el dinero buscó la seguridad de los estados, muy
hambrientos de liquidez, o
del mercado inmobiliario creado por el saqueo de los desahucios,
y no de las pequeñas y medianas empresas. Solo
las grandes, por el riesgo que representaba su caída para la misma
banca, gozaron de crédito a destajo.
Y las líneas de crédito abiertas para el consumo directo no
funcionaron porque la ciudadanía, quizá escarmentada, decidió
unilateralmente consumir con prudencia, evitando hipotecar su futuro.
Los bajísimos tipos de
interés facilitaron que tanto familias, las que decidieron consumir,
como las empresas, se apalancaran financieramente. Es decir, echaron
mano del crédito antes que de
sus recursos, por lo cual el
exceso entró en el mercado pero no sirvió para aumentar su volumen
práctico.
Una
de las causas que algunos economistas han planteado es el
considerable aumento de la población consumista mundial, que en
principio ha absorbido mucha masa monetaria, tanto dólares como
euros. Personalmente soy de la opinión que sí ha existido
inflación, pero en un formato económico que no ha afectado a la
economía productiva sino a
la especulativa, aumentando el volumen de negocio.
Ahora
los economistas vuelven a alertar sobre el sobrecalentamiento
artificial de la economía, debido a la brutal inyección de capital
que, queramos o no, se añade al anterior. La caída de ingresos y de
productividad ha dejado tanto a
empresas como a
personas en una situación vulnerable o simplemente en quiebra. Sin
embargo, y para sorpresa de muchos
de los que estudian
la economía, esta fuerte inyección no ha provocado inflación, al
menos la desbocada que esperaban.
A duras penas se ha mantenido el consumo de las familias afectadas
por el parón. La disminución de la productividad ha afectado a un
modelo industrial y productivo muy limitado, que no incidía tanto en
las subidas de los índices de precio. Es
decir, el consumo de las materias esenciales ha disminuido levemente
y casi en proporción a su caída de producción, mientras que las no
esenciales ha caído en la misma medida que su producción.
Los asalariados y empresarios que por su trabajo no han sufrido las consecuencias del parón económico, que no son pocos. La banca, los servicios, el funcionariado y muchas empresas que han podido adaptarse a las circunstancias, por las mismas restricciones para evitar el contagio no han podido consumir como antes de la pandemia, por lo cual han optado por el ahorro. No obstante, en una sociedad como la nuestra, con una parte importante de la economía dedicada al ocio, el desequilibrio entre el parón económico y el ahorro ha sido superior que en otras sociedades europeas, con una economía más diversificada. En el centro de Europa, por ejemplo, posiblemente el ahorro haya sido superior al prejuicio ocasionado por el parón económico. A eso le hemos de añadir que parte del consumo de las sociedades centroeuropeas, iba destinado hacia el turismo en la latitud que lo permite, es decir la nuestra.
Crear,
por tanto, masa monetaria para cubrir
parte de
los salarios y la supervivencia básica de los pequeños y medianos
empresarios, que dependen de su trabajo,
no ha sido mala idea, de hecho es la única que cabía en esta
situación, siempre que haya servido para el
fin establecido.
El
consumo en un tiempo de gran recesión como el actual, ha de ir
parejo con la necesidad y
adaptarse o aprovechar la situación para cambiar de modelo económico
y de consumo.
No
obstante, podemos asegurar
que solo una pequeña parte
del
crédito emitido ha servido
para amortiguar la penuria de algunas empresas y particulares. La
mayoría se ha utilizado para
pagar la deuda de los estados, financiar el elevadísmo coste
sanitario de la misma pandemia y
capitalizar o sanear las grandes empresas, con más ingeniería
financiera que interés productivo.
En cualquier caso la emisión
de dinero termina convirtiéndose en deuda, sea dentro de la sociedad
emisora o en la que exporta bienes de consumo. Y recordemos que la
producción de bienes ha caído en Occidente,
en España donde
más, y ha crecido en China y Asia en general.
¿Qué
sucederá cuando la pandemia remita y las familias se abran al
consumo?
Muchas empresas han cerrado, mientras que otras han
adaptado su productividad al actual consumo. El negocio de las
empresas sanitarias, que han invertido ingentes sumas, posiblemente
se reducirá. Los países que
han sabido combatir con éxito la pandemia, es decir los asiáticos,
habrán aprendido la lección y cuidarán más el negocio interno que
el externo. Las grandes energéticas han dejado de invertir en la
industria del refinado, pero tampoco se han preparado para un aumento
del consumo en la energía ecológica. Y así podríamos seguir hasta
aburrir, con todos los bienes de consumo, desde los más grandes
hasta los más pequeños.
En pocas palabras, si las sociedades
no dan con el modo de retirar la masa monetaria sobrante, y no
reducen radicalmente el apalancamiento financiero de sus
sistemas especulativos,
nos podríamos
enfrentar
a una quiebra generalizada y una devaluación de una magnitud
parecida a la de los tiempos de Diocleciano, juntamente con el
aumento de la pobreza entre los más vulnerables, es decir los
pensionistas o las clases, que por sus circunstancias laborales o
físicas, dependen del Estado.
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