martes, 2 de marzo de 2021

REFLACIÓN

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Imagen de Sam Edring

 

En 1934 Irving Fisher inventó la palabra reflación para explicar un modelo de inflación basado en el incremento de la masa monetaria en circulación, sea directamente por la fabricación de dinero o mediante agresivas reducciones de impuestos. Para Fisher el uso de la reflación estaba condicionada para combatir periodos de recesión económica. De hecho el artículo en el que creó el término, Reflation and Stabilization, estaba condicionado por la gran recesión de 1929 y la manera con que fue combatida. No obstante, hemos de entender que Fisher, al menos a mi modo de ver, fue más matemático que economista, por lo cual más de un colega lo trata como economista matemático o científico; y no olvidemos que para desarrollar la ciencia económica las formulaciones matemáticas son muy necesarias, pero solo son una parte de ella.
Para desgracia de los creadores del New Deal el resultado no fue el esperado, aunque tampoco podemos achacarles su fracaso, ya que lo que en los EEUU podríamos llamar derecha, forzó que no se llevara a cabo de la manera que fue concebido. Por lo cual nunca sabremos si el New Deal era acertado, ni siquiera si Keynes tenía razón con su política intervencionista, dado que por mucho caso que se le hiciera, los gobiernos nunca terminaron de poner en práctica sus postulados. La crisis del 29 terminó, cómo no, tras el estallido de la segunda guerra. Antes, por mucho New Deal que hubiera, el paro era el rey.

Contrariamente a lo que pueda imaginarse, la reflación no es un invento de la sociedad moderna, ya en la antigua Roma los sucesivos gobiernos, o mejor decir emperadores, la practicaron dependiendo de la necesidad.
En Roma el denario
era, podríamos decir, la moneda oficial (la palabra dinero proviene de él), que en tiempos de la república era de plata pura. El emperador Augusto, a falta de dinero, devaluó la moneda aproximadamente un 5%, creando indirectamente lo que hoy llamamos reflación, es decir una inflación provocada artificialmente por la emisión de dinero sin un soporte productivo. Con los años el denario fue devaluándose progresiva y lentamente hasta un 20%, pero Caracalla en solo un año lo devaluó un 25%, básicamente para construir sus termas y su palacio.
Un siglo y medio antes de la caída del imperio, la moneda se devaluó un 1000% y ya no servía para nada, carecía de valor y la gente comerciaba intercambiando productos o creando monedas locales. El imperio romano había entrado de lleno en la edad media y si no se hundió antes es porque los mal llamados bárbaros carecían de aliciente, porque eran los únicos que de él cobraban en oro. Es decir, que habían descubierto el metal refugio.

De la reflación dejó de hablarse durante bastante tiempo, aunque fue utilizada profusamente por todos los estados, con repetidas y sonadas bancarrotas. La misma dictadura franquista la utilizó periódicamente y de manera inteligente, con cortos periodos de reajuste o enfriamiento económico.

En el 2015 muchos economistas ya alertaron que podía producirse un fenómeno inflacionario en los EEUU y parte de Europa, principalmente en España, producto de la gran liquidez inyectada en el sistema, para evitar el colapso creado por la burbuja de las subprime. No fue así, no por falta de interés de los gobiernos, que siempre creyeron que podrían controlarlo, sino porque la banca que distribuía el dinero buscó la seguridad de los estados, muy hambrientos de liquidez, o del mercado inmobiliario creado por el saqueo de los desahucios, y no de las pequeñas y medianas empresas. Solo las grandes, por el riesgo que representaba su caída para la misma banca, gozaron de crédito a destajo. Y las líneas de crédito abiertas para el consumo directo no funcionaron porque la ciudadanía, quizá escarmentada, decidió unilateralmente consumir con prudencia, evitando hipotecar su futuro. Los bajísimos tipos de interés facilitaron que tanto familias, las que decidieron consumir, como las empresas, se apalancaran financieramente. Es decir, echaron mano del crédito antes que de sus recursos, por lo cual el exceso entró en el mercado pero no sirvió para aumentar su volumen práctico.
Una de las causas que algunos economistas han planteado es el considerable aumento de la población consumista mundial, que en principio ha absorbido mucha masa monetaria, tanto dólares como euros. Personalmente soy de la opinión que sí ha existido inflación, pero en un formato económico que no ha afectado a la economía productiva sino a la especulativa, aumentando el volumen de negocio.

Ahora los economistas vuelven a alertar sobre el sobrecalentamiento artificial de la economía, debido a la brutal inyección de capital que, queramos o no, se añade al anterior. La caída de ingresos y de productividad ha dejado tanto a empresas como a personas en una situación vulnerable o simplemente en quiebra. Sin embargo, y para sorpresa de muchos de los que estudian la economía, esta fuerte inyección no ha provocado inflación, al menos la desbocada que esperaban. A duras penas se ha mantenido el consumo de las familias afectadas por el parón. La disminución de la productividad ha afectado a un modelo industrial y productivo muy limitado, que no incidía tanto en las subidas de los índices de precio. Es decir, el consumo de las materias esenciales ha disminuido levemente y casi en proporción a su caída de producción, mientras que las no esenciales ha caído en la misma medida que su producción.

Los asalariados y empresarios que por su trabajo no han sufrido las consecuencias del parón económico, que no son pocos. La banca, los servicios, el funcionariado y muchas empresas que han podido adaptarse a las circunstancias, por las mismas restricciones para evitar el contagio no han podido consumir como antes de la pandemia, por lo cual han optado por el ahorro. No obstante, en una sociedad como la nuestra, con una parte importante de la economía dedicada al ocio, el desequilibrio entre el parón económico y el ahorro ha sido superior que en otras sociedades europeas, con una economía más diversificada. En el centro de Europa, por ejemplo, posiblemente el ahorro haya sido superior al prejuicio ocasionado por el parón económico. A eso le hemos de añadir que parte del consumo de las sociedades centroeuropeas, iba destinado hacia el turismo en la latitud que lo permite, es decir la nuestra.


Crear, por tanto, masa monetaria para
cubrir parte de los salarios y la supervivencia básica de los pequeños y medianos empresarios, que dependen de su trabajo, no ha sido mala idea, de hecho es la única que cabía en esta situación, siempre que haya servido para el fin establecido.
El consumo en un tiempo de gran recesión como el actual, ha de ir parejo con la necesidad y adaptarse o aprovechar la situación para cambiar de modelo económico y de consumo.
No obstante, podemos asegurar que solo una pequeña parte del crédito emitido ha servido para amortiguar la penuria de algunas empresas y particulares. La mayoría se ha utilizado para pagar la deuda de los estados, financiar el elevadísmo coste sanitario de la misma pandemia y capitalizar o sanear las grandes empresas, con más ingeniería financiera que interés productivo. En cualquier caso la emisión de dinero termina convirtiéndose en deuda, sea dentro de la sociedad emisora o en la que exporta bienes de consumo. Y recordemos que la producción de bienes ha caído en Occidente, en España donde más, y ha crecido en China y Asia en general.

¿Qué sucederá cuando la pandemia remita y las familias se abran al consumo?
Muchas empresas han cerrado, mientras que otras han adaptado su productividad al actual consumo. El negocio de las empresas sanitarias, que han invertido ingentes sumas, posiblemente se reducirá.
Los países que han sabido combatir con éxito la pandemia, es decir los asiáticos, habrán aprendido la lección y cuidarán más el negocio interno que el externo. Las grandes energéticas han dejado de invertir en la industria del refinado, pero tampoco se han preparado para un aumento del consumo en la energía ecológica. Y así podríamos seguir hasta aburrir, con todos los bienes de consumo, desde los más grandes hasta los más pequeños.
En pocas palabras, si las sociedades no dan con el modo de retirar la masa monetaria sobrante, y no reducen radicalmente el apalancamiento financiero de
sus sistemas especulativos, nos podríamos enfrentar a una quiebra generalizada y una devaluación de una magnitud parecida a la de los tiempos de Diocleciano, juntamente con el aumento de la pobreza entre los más vulnerables, es decir los pensionistas o las clases, que por sus circunstancias laborales o físicas, dependen del Estado.

 

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