miércoles, 16 de marzo de 2011

EN EL CAFÉ - 6

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                                                              CAPÍTULO VI




Jorge. – Y bien, ¿han visto lo que ha sucedido? Alguien transcribió a un periódico nuestra última conversación y, por haberla publicado, ha sido secuestrado (Algunos de estos capítulos fueron escritos en 1897 y publicados en L’Agitazione, de Ancona, que era frecuentemente víctima del secuestro)


Ambrosio. – ¡Ah!


Jorge. – No, usted no sabe nada, claro... No comprendo cómo puede pretender tener razón cuando teme que el público conozca sus ideas. En aquel periódico estaban fielmente reflejados sus argumentos y los míos. Debería satisfacerle que el público pueda apreciar las bases sobre las que se apoya la actual constitución, y hacer justicia a las vanas críticas de sus adversarios. Pero al contrario, usted cierra la boca a la gente, confisca.



Ambrosio. – No tengo nada que ver con eso; pertenezco a la magistratura y no al ministerio público.


Jorge. – Ya, pero son todos colegas y les anima el mismo espíritu. Si mi conversación le
aburre, dígamelo e iré a hablar a otra parte.


Ambrosio. – No, no, al contrario. Le confieso que me interesa mucho. Continuemos, y en cuanto al secuestro, avisaré al procurador del rey. Después de todo, por ley nadie puede negarle el derecho a discutir.


Jorge. – Continuemos pues. La otra vez, si recuerdo bien, al defender el derecho de propiedad, usted tomó por base primero la ley positiva, es decir, el código, después el sentimiento de justicia, y por lo tanto la utilidad social. Permítame que recapitule en pocas palabras mis ideas al respecto. Según mi opinión, la propiedad individual es injusta e inmoral porque está fundada sobre la violencia abierta, sobre el fraude, o sobre la explotación legal del trabajo ajeno; y es nociva porque obstaculiza la producción e impide que se obtenga de la tierra y del trabajo todo lo necesario para satisfacer las necesidades de todos los hombres, porque crea la miseria de las masas y engendra el odio, los crímenes y la mayor parte de los males que afligen la sociedad moderna. Por eso la quisiera abolida para substituirla por un régimen de propiedad común, en el cual todos los hombres, dando su justa contribución de trabajo, obtuviesen el máximo de bienestar posible.



Ambrosio. – No veo con que lógica llega usted a la propiedad común. Usted ha combatido la propiedad porque, según su opinión, deriva de la violencia y de la explotación del trabajo; ha dicho que los capitalistas regulan la producción en vista de su beneficio y no para satisfacer al máximo las necesidades del público, con el menor esfuerzo posible de los trabajadores. Usted ha negado el derecho a obtener una renta de una tierra que no se cultiva con las propias manos, de prestar a interés el propio dinero o de sacar un beneficio empleándolo en la construcción de casas y otras industrias; pero el derecho del trabajador al producto del propio trabajo lo ha reconocido usted mismo; más aún, se ha convertido en su paladín.
Por consiguiente, por lógica, usted puede reclamar la verificación de los títulos de propiedad hecha según su criterio, la abolición del interés del dinero y de la renta; puede incluso pedir la liquidación de la sociedad presente y la división de las tierras y de los instrumentos de trabajo, entre los que quieren servirse de ellos, pero no puede hablar de comunismo. La propiedad individual de los productos del trabajo personal deberá existir siempre; y si quiere que su trabajador emancipado tenga la seguridad del mañana, sin la que no se hace trabajo alguno que no da un fruto inmediato, debe reconocer también la propiedad individual de la tierra y de los instrumentos de producción que uno emplee, al menos mientras los emplee.


Jorge. – Muy bien, continúe; se diría que usted también cree en el socialismo. Aunque de una tendencia distinta que la mía: pero, en fin, es socialismo. Un magistrado socialista es un fenómeno interesante.


Ambrosio. – No, no, nada de socialista. Lo hacía sólo para sorprenderle en contradicción y mostrarle que siguiendo su lógica debería ser no un comunista, sino un “repartidor”, un partidario de la división de los bienes. Y entonces le diría que el fraccionamiento de la propiedad haría imposible toda gran empresa y provocaría miseria general.


Jorge. – Yo, no soy repartidor, un partidario de la división de los bienes, ni, que yo sepa, lo es ningún socialista moderno. No creo que dividir los bienes sea peor que dejarlos unidos en manos de los capitalistas; pero sé que esa división, si fuera posible, sería perjudicial para la producción. Además no podría durar y llevaría de nuevo a la constitución de las grandes fortunas, a la explotación a outrance.
Digo que el trabajador tiene derecho al producto íntegro de su trabajo; pero reconozco que ese derecho no es más que una fórmula de justicia abstracta; y significa, en la práctica, que no debe haber explotadores, que todos deben trabajar y todos deben disfrutar de los frutos del trabajo, según los modos que convengan entre sí.
El trabajador no es un ser aislado en el mundo, que viva por sí y para sí, sino un ser racional que vive en un cambio continuo de servicios con los demás trabajadores, y debe coordinar sus derechos con los derechos de los demás. Por lo demás, es imposible, máxime con los métodos modernos de producción, determinar en un producto cuál es la parte exacta del trabajo de cada uno, como es imposible determinar, en la diferencia de productividad de cada obrero, o de cada grupo de obreros, que parte se debe a la diferencia de habilidad y de energía desplegada por los trabajadores y que parte depende de la diferencia de fertilidad del suelo, de la calidad de los instrumentos empleados, de las ventajas o dificultades dependientes de la situación topográfica o del ambiente social. Y, por tanto, la solución no puede encontrarse en el respeto al derecho estricto de cada uno, sino que debe buscarse en el acuerdo fraternal, en la solidaridad.


Ambrosio. – Pero entonces no existirá la libertad.


Jorge. – Al contrario, entonces es cuando habrá libertad. Ustedes, los llamados liberales, llaman libertad al derecho teórico y abstracto de hacer una cosa, y serían capaces de decir, sin reír ni ruborizarse, de un hombre que ha muerto de hambre por no haber podido procurarse el alimento del que hay suficiente. Nosotros, al contrario, llamamos libertad a la posibilidad de hacer una cosa o no hacerla, y esta libertad, que es la única verdadera, se vuelve tanto mayor cuando crece el acuerdo entre los hombres y el apoyo que se dan entre sí.


Ambrosio. – Usted ha dicho que si se dividieran los bienes, se reconstituirían pronto las grandes fortunas y se volvería al anterior estado. ¿Por qué?


Jorge. – Porque desde el principio sería imposible ponerlos a todos en estado de perfecta igualdad y luego mantenerla. Las tierras difieren grandemente entre ellas, las unas producen mucho con poco trabajo y las otras poco con mucho trabajo. Y las ventajas y desventajas de todo tipo que ofrecen las diversas localidades son grandes, y grandes también las diferencias de fuerza física e intelectual entre hombre y hombre. Ahora bien: en el momento de la división surgiría naturalmente la rivalidad y la lucha: las mejores tierras, los mejores instrumentos, los mejores lugares irían a manos de los más fuertes, más inteligentes o más astutos. Por consiguiente, encontrándose los mejores medios materiales en manos de los hombres mejor dotados, éstos se verían pronto en posición muy superior a los demás, y, partiendo de esta ventaja primigenia, fácilmente aumentarían en fuerza, volviendo a comenzar así un nuevo proceso de explotación y e el mismo espíritu xpropiación de los débiles que reconstituiría la sociedad
burguesa.


Ambrosio. – Pero eso se podría impedir con buenas leyes que declarasen inalienables las cuotas individuales y circundasen a los débiles de serias garantías legales.


Jorge. – ¡Uff! Usted siempre cree que todo puede solucionarse con leyes. Se nota su profesión. Las leyes se hacen y se deshacen según el capricho de los fuertes.
Los que son un poco más fuertes que el término medio, las violan; los que aún son más fuertes, las suprimen y hacen otras en su interés.


Ambrosio. – ¿Y entonces?


Jorge. – Entonces, se lo he dicho ya: es preciso sustituir la lucha entre hombres por el acuerdo y la solidaridad, y para conseguirlo, ante todo hay que abolir la propiedad individual.



Ambrosio. – Me pregunto si es usted comunista Todo es de todos, trabaja el que quiere y el que no quiere hace el amor. Comer, beber, divertirse. ¡Vaya país de Jauja! ¡Y que vida más hermosa, y que bello manicomio! -Risas-.


Jorge. – Al ver el aspecto que usted ofrece al querer defender con razonamientos esta sociedad, que sólo se rige con la fuerza bruta, no me parece verdaderamente que tenga mucho de qué reír.
Sí, señor, soy comunista. Pero usted parece tener una noción muy extraña sobre el comunismo. La próxima vez trataré de hacérselo comprender.
Por hoy, buenas noches.

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